Hans Cristian Andersen
Cuentos XVIII
El
bisabuelo
¡Era tan cariñoso,
listo y bueno, el bisabuelo! Nosotros sólo veíamos por sus ojos. En realidad,
por lo que puedo recordar, lo llamábamos abuelo; pero cuando entró a formar
parte de la familia el hijito de mi hermano Federico, él ascendió a la
categoría de bisabuelo; más alto no podía llegar. Nos quería mucho a todos,
aunque no parecía estar muy de acuerdo con nuestra época.
- ¡Los viejos
tiempos eran los buenos! - decía -; sensatos y sólidos. Hoy todo va al galope,
todo está revuelto. La juventud lleva la voz cantante, y hasta habla de los
reyes como si fuesen sus iguales. El primero que llega puede mojar sus trapos
en agua sucia y escurrirlos sobre la cabeza de un hombre honorable.
Cuando soltaba uno
de estos discursos, el bisabuelo se ponía rojo como un pavo; pero al cabo de un
momento reaparecía su afable sonrisa, y entonces decía:
- ¡Bueno, tal vez
me equivoque! Soy de los tiempos antiguos y no consigo acomodarme a los nuevos.
¡Dios quiera encauzarlos y guiarlos!
Cuando el bisabuelo
hablaba de los tiempos pasados, yo creía encontrarme en ellos. Con el
pensamiento me veía en una dorada carroza con lacayos; veía las corporaciones
gremiales con sus escudos, desfilando al son de las bandas y bajo las banderas,
y me encontraba en los alegres salones navideños, disfrazado y jugando a
prendas. Cierto que en aquella época ocurrían también muchas cosas repugnantes
y horribles, como el suplicio de la rueda, y el derramamiento de sangre; pero
todos aquellos horrores tenían algo de atrayente, de estimulante. Y también oía
muchas cosas buenas: sobre los nobles daneses que emanciparon a los campesinos,
y el príncipe heredero de Dinamarca, que abolió la trata de esclavos.
Era magnífico oír
al bisabuelo hablar de todo aquello y de sus años juveniles, aunque el período
mejor, el más sobresaliente y grandioso, había sido el anterior.
- ¡Bárbaro, era! -
exclamó mi hermano Federico -. ¡Dios sea loado! Pero ya pasó. - Y se lo dijo al
bisabuelo. No estuvo bien, y, sin embargo, yo sentía gran respeto por Federico,
mi hermano mayor, que habría podido ser mi padre, según decía él. Y decía
también muchas cosas divertidas. De estudiante llevó siempre las mejores notas,
y en el despacho de mi padre se aplicó tanto, que muy pronto pudo entrar en el
negocio. Era el que tenía más trato con el bisabuelo, pero siempre discutían.
No se comprendían ni llegarían nunca a comprenderse, afirmaba toda la familia;
pero yo, con ser tan pequeño, no tardé en darme cuenta de que el uno no podía
prescindir del otro.
El bisabuelo
escuchaba con ojos brillantes cuando Federico hablaba o leía en voz alta acerca
del progreso de las ciencias, de los descubrimientos de las fuerzas naturales,
de todo lo notable que ocurría en nuestra época.
- Los hombres se
vuelven más listos, pero no mejores - decía el bisabuelo -. Inventan armas
terribles para destruirse mutuamente.
- Así las guerras
son más cortas - replicaba Federico -, No hay que aguardar siete años para que
venga la bendita paz. El mundo está pletórico, y a veces le conviene una
sangría.
Un día Federico le
contó un suceso ocurrido en una pequeña ciudad. El reloj del alcalde, es decir,
el gran reloj del Ayuntamiento, señalaba las horas a la población, y, aunque no
marchaba muy bien, la gente se regía por él. Llegaron al país los
ferrocarriles, los cuales enlazan con los de los demás países; por eso es
preciso conocer la hora exacta; de lo contrario se va rezagado. Pusieron en la
estación un reloj que marchaba de acuerdo con el sol, y como el del alcalde no
lo hacía, todos los ciudadanos empezaron a regirse por el reloj de la estación.
Yo me reí,
pareciéndome que la historia era muy divertida; pero el bisabuelo no se río ni
pizca, sino que se quedó muy serio.
- ¡Tiene mucha miga
lo que acaba de contar! - dijo -, y comprendo cuál es tu idea al contármelo.
Hay mucha ciencia en el mecanismo de tu reloj, y me hace pensar en otro: en el
sencillo reloj de Bornholm, de mis padres, tan viejo, con sus pesas de plomo.
Marcó su tiempo y el de mi infancia. Cierto que no marchaba con tanta
precisión, pero marchaba, lo veíamos por las agujas, creíamos lo que decían y
no nos parábamos a pensar en las ruedas que tenía dentro. Así era también
entonces la máquina del Estado; uno la miraba despreocupadamente, y tenía fe en
la aguja. Pero hoy la máquina estatal se ha convertido en un reloj de cristal
cuyo mecanismo es visible; se ven girar las ruedas, se oyen sus chirridos, y
uno se asusta del eje y del volante. Yo sé cómo darán las campanadas, y ya no
tengo la fe infantil. Esto es lo frágil de la época actual.
Y entonces el
bisabuelo se salía de sus casillas. No podía ponerse de acuerdo con Federico,
pero tampoco podían separarse, de igual manera que la época vieja y la nueva.
Bien se dieron cuenta ellos dos y la familia entera, cuando Federico hubo de
emprender un largo viaje a América. Aunque los viajes eran cosa corriente en la
familia, aquella separación resultó bien difícil para el bisabuelo. ¡Sería tan
largo aquel viaje! Todo el océano de por medio, hasta llegar al otro continente.
- Recibirás carta
mía cada quince días - le dijo Federico -. Y más de prisa que las cartas te
llegarán los telegramas. Los días se vuelven horas, y las horas, minutos.
Llegó un saludo por
el hilo telegráfico el día en que Federico embarcó en Inglaterra. Más rápido
que una carta - ni que hubiesen actuado de correo las raudas nubes - llegó un
saludo de América, al desembarcar en ella Federico. Fue unas pocas horas
después de haber puesto pie en tierra firme.
- Realmente, es una
idea de Dios regalada a nuestros tiempo - dijo el bisabuelo -, una bendición
para la Humanidad.
- Y según me dijo
Federico, estas fuerzas naturales se descubrieron en nuestro país - observé.
- Sí - afirmó el
bisabuelo, dándome un beso -. Sí, y yo he visto los dulces ojos infantiles que
por primera vez descubrieron y comprendieron estas fuerzas de la Naturaleza;
eran unos ojos infantiles como los tuyos. ¡Y he estrechado su mano! -. Y volvió
a besarme.
Había transcurrido
más de un mes cuando llegó una carta de Federico con la noticia de que estaba
prometido con una muchacha joven y bonita, y expresaba la confianza de que toda
la familia se alegraría. Enviaba su fotografía, que fue examinada a simple
vista y con una lupa, pues aquello era lo bueno de los retratos, que permitían
ser examinados con la lente más nítida, y entonces aún se notaba más el
parecido. Esto no lo habría podido hacer ningún pintor, ni los más famosos de
los tiempos pretéritos.
- ¡Ah, si entonces
hubiesen conocido este invento! - dijo el abuelo -. Habríamos podido ver cara a
cara a los bienhechores y a los grandes hombres del mundo. ¡Qué simpática y
buena parece esta muchacha! - dijo, mirándola con la lupa -. La conoceré en
cuanto entre en la habitación.
Poco faltó para que
esto no ocurriera nunca; afortunadamente nos enteramos del peligro cuando ya
había pasado.
Los recién casados
llegaron a Inglaterra contentos y en perfecta salud, y embarcaron en un vapor
con destino a Copenhague. Ya a la vista de la costa danesa - las blancas dunas
de Jutlandia occidental - se levantó una tormenta, y el barco encalló en un
arrecife; el embravecido mar amenazaba con destrozarlo, sin que sirviesen los
botes de salvamento. Cerró la noche, pero en medio de la oscuridad voló un
brillante cohete desde la costa al buque embarrancado; el cohete arrojó un
cable, quedó establecida la comunicación entre los náufragos y la costa, y
pronto una linda joven fue transportada en la canasta de salvamento por sobre
las olas encrespadas y furiosas; y se sintió infinitamente dichosa cuando, poco
después, tuvo a su lado, en tierra firme, a su joven esposo. Todos los de a
bordo se salvaron antes del amanecer.
Nosotros dormíamos
tranquilamente en Copenhague, sin pensar en desgracias ni peligros. Al
sentarnos a la mesa para el desayuno, llegó por telégrafo la noticia del
naufragio de un barco inglés en la costa occidental de la península. La
angustia que experimentamos fue terrible, pero a los pocos momentos se recibió
otro telegrama de los queridos viajeros, Federico y su esposa, anunciando su
próxima llegada.
Todos lloraban, y
yo también, y el bisabuelo, quien, doblando las manos - estoy seguro de ello -,
bendijo la nueva época.
Aquel día el
bisabuelo destinó doscientos escudos para el monumento a Hans Christian Örsted.
Al llegar Federico
con su joven esposa y enterarse de aquel gesto, dijo:
- ¡Muy bien,
bisabuelo! Ahora te leeré lo que Örsted escribió, hace ya muchos años, sobre
los tiempos viejos y los modernos.
- Probablemente
sería de tu opinión - preguntó el bisabuelo.
- Puedes estar
seguro - respondió Federico -, y tú también lo eres, puesto que has contribuido
a su monumento.
Lo que
dijo toda la familia
¿Qué dijo toda la
familia? Escucha primeramente lo que dijo Marujita.
Era su cumpleaños,
el día más hermoso de todos, según ella. Vinieron a jugar todos sus amiguitos y
amiguitas. Llevaba su mejor vestido, regalo de abuelita, que descansaba ya en
Dios. Abuelita lo había cortado y cosido con sus propias manos, antes de irse
al cielo. La mesa de la habitación de María brillaba de regalos; había entre
ellos una lindísima cocina de juguete, con todo lo que debe tener una de
verdad, y una muñeca que cerraba los ojos y decía «¡ay!» cuando le apretaban la
barriga; y había también un libro, de estampas, con magníficas historias para
los que sabían leer. Pero más hermoso aún que todas las historias era poder
celebrar muchos cumpleaños.
- ¡Qué bonito es
vivir! - dijo Marujita. Y el padrino añadió que la vida era el más bello cuento
de hadas.
En la habitación
contigua estaban sus dos hermanos, muchachos ya mayores, el uno de 9 años, el
otro de 11. Pensaban también que la vida es muy hermosa, pero la vida a su
manera, es decir, no ser ya niños como María, sino alumnos despabilados, llevar
«sobresaliente» en la libreta de notas, poder jugar y divertirse con sus
compañeros, patinar en invierno, correr en bicicleta en verano, leer historias
sobre castillos medievales, puentes levadizos y mazmorras, escuchar relatos
acerca de los descubrimientos en el interior de África. Uno de los muchachos
sentía, sin embargo, una preocupación: que todo estaría ya descubierto cuando
él fuese mayor; quería ir en busca de aventuras, como en los cuentos. La vida
es el más hermoso, cuento de hadas, había dicho el padrino, y uno interviene en
él personalmente.
Los niños habitaban
en la planta baja, donde jugaban y saltaban. En el piso de arriba vivía otra
rama de la familia, también con hijos, pero ya mayores. Uno de ellos tenía 17
años; el otro, 20, y el tercero era muy viejo, según decía Marujita, pues había
cumplido los 28 y estaba prometido. Todos estaban muy bien colocados, tenían
buenos padres, buenos vestidos, buenas cualidades y sabían lo que querían:
- ¡Adelante! ¡Abajo
las viejas vallas! ¡Cara al amplio mundo! Es lo más hermoso que conocemos. El
padrino tiene razón: la vida es el más bello cuento de hadas.
El padre y la
madre, los dos de edad ya avanzada - mayores que sus hijos, naturalmente -,
decían, con una sonrisa en los labios, en los ojos y en el corazón:
- ¡Qué jóvenes son
los jóvenes! En el mundo no todo marcha como ellos creen, pero marcha. La vida
es un cuento extraño y magnífico.
Arriba, un poco más
cerquita del cielo, como suele decirse de la gente que vive en la buhardilla,
habitaba el padrino. Era viejo, pero tenía el corazón joven, estaba siempre de
buen humor y sabía contar muchas historias y muy largas. Había corrido mucho
mundo, y guardaba en su casa interesantes objetos de todos los países. Tenía
cuadros que llegaban desde el suelo hasta el techo, y muchos cristales eran de
vidrio rojo y amarillo. Mirando a su través, todo el mundo aparecía como bañado
por el sol, aun cuando en la calle el tiempo fuese gris. En una gran vitrina
crecían plantas verdes, y nadaban peces dorados; os miraban como si supiesen
muchas cosas pero no quisieran decirlas. Siempre olía allí a flores, incluso en
invierno, y en la chimenea ardía un gran fuego. Se estaba la mar de bien allí,
mirando y escuchando el chisporroteo.
- Me lee en alta
voz los viejos recuerdos - decía el padrino, y también a Marujita le daba la
impresión de ver muchos cuadros en el fuego.
Pero en el gran
armario-librería se guardaban los libros principales; en uno de ellos leía el
padrino con frecuencia; lo llamaba el libro de los libros: era la Biblia.
Contenía, en imágenes, la historia de todo el mundo y de toda la Humanidad, la
Creación, el Diluvio, los Reyes y el Rey de reyes.
- Todo lo que ha
sucedido y ha de suceder está en este libro - decía el padrino -. ¡Hay tanto y
santísimo aquí, en un solo libro! Piénsalo un poco. Todo lo que un hombre puede
pedir, está aquí resumido en una oración de pocas palabras: el Padrenuestro. Es
una gota de la gracia. Una perla del consuelo de Dios. Un regalo en la cuna del
niño, un regalo puesto en su corazón. Hijo, guárdalo bien, no lo pierdas, por
muchos años que llegues a tener, y no te sentirás abandonado en estos caminos
inciertos. Habrá una luz dentro de ti, y no te podrás perder.
Y al decir estas
palabras, los ojos del padrino brillaban, brillaban de alegría. Un día, siendo
joven, habían llorado, pero aquello le hizo bien, añadió; eran los tiempos de
prueba, las cosas tenían un aspecto gris. Ahora brilla el sol dentro de mí y a
mi alrededor. A medida que se vuelve uno viejo, ve mejor la felicidad y la
desgracia, ve que Dios no nos abandona nunca, que la vida es el más hermoso de
los cuentos de hadas. Sólo Él puede dárnosla, y dura por toda la eternidad.
- ¡Qué bonito es
vivir! - dijo Marujita.
Lo mismo dicen los
chicos, grandes y pequeños, padre y madre y toda la familia, pero sobre todo el
padrino, que tenía experiencia y era el más viejo de todos. Sabía toda clase de
leyendas e historias, y decía, saliéndose del corazón:
- La vida es el más
bello cuento de hadas!
¡Baila,
baila, muñequita!
- Sí, es una
canción para las niñas muy pequeñas -aseguró tía Malle -. Yo, con la mejor
voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!» -.
Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y
las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle.
Venía a la casa un
estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus
muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo
encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar
con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero
Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y la
cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una
señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise.
También ella oyó la canción y participó en ella.
¡Baila, baila, muñequita,
qué fina es la señorita!
Y también el caballero
con sus guantes y sombrero,
calzón blanco y frac planchado
y muy brillante calzado.
Son bien finos, a fe mía.
Baila, muñequita mía.
Ahí está Lisa, que es muy vieja,
aunque ahora no semeja,
con la cera que le han dado,
que sea del año pasado.
Como nueva está y entera.
Baila con tu compañera,
seréis tres para bailar.
¡Bien nos vamos a alegrar!
Baila, baila, muñequita,
pie hacia fuera, tan bonita.
Da el primer paso, garbosa,
siempre esbelta y tan graciosa.
Gira y salta sin parar,
que muy sano es el saltar.
¡Vaya baile delicioso!
¡Sois un grupo primoroso!
Y las muñecas comprendían la
canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la
había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no
estaba ya para niñerías.
- ¡Es una bobada! - decía. Pero
Amalita no es boba, y la canta. Por ella es por quien la sabemos.
Pregúntaselo
a la verdulera
Érase un rábano centenario
correoso en extremo y ordinario;
mas valor no le faltaba,
pues la zanahoria le gustaba.
Ella es joven, de piel fina cual
ninguna,
y además es de nobilísima cuna.
Celebróse la boda con todo
esplendor,
el banquete fue de lo mejor:
hubo hojas de flores y rocío del
prado,
todo, como veis, fue regalado.
El rábano saludó muy a gusto,
y soltó un largo y seco discurso.
La zanahoria se callaba la boquita,
en la que había una dulce
sonrisita.
Si no crees que la historia es
verdadera,
ve a preguntárselo a la verdulera.
Hizo de cura una berza roja,
y de doncellas, nabos de blanca
hoja.
Vinieron el espárrago y el melón,
las patatas cantaron con emoción.
Todos bailaron, grandes y chicos,
viejos y jóvenes, pobres y ricos,
hasta que el rábano reventó
y, ya muerto, tranquilo se quedó.
La joven zanahoria sintióse
satisfecha
de verse una viudita hecha y
derecha,
sin por eso dejar de ser doncella.
En el puchero dieron pronto con
ella.
Si no crees que la historia es
verdadera,
ve a preguntárselo a la verdulera.
La pulga
y el profesor
Érase una vez un
aeronauta que terminó malamente. Estalló su globo, cayó el hombre y se hizo
pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra en paracaídas;
fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la aventura,
sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos sobre
aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno.
Como de un modo u
otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes similares; aprendió
a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era joven y de buena
presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por hijo de un
conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de tal modo de
su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países del
extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que podía
ser.
Su idea fija era
procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su mujercita. Pero les
faltaban los recursos necesarios.
- Ya Llegarán -
decía él.
- ¡Ojalá! -
respondía ella.
- Somos jóvenes, y
yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan!
Ella le ayudaba
abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no dejaba de ser pesado
en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El prestidigitador introducía
a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy grande; desde allí, ella se
escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía cuando se volvía a abrir el
cajón. Era lo que se llama una ilusión óptica.
Pero una noche, al
abrir él el cajón, la mujer no estaba ni allí ni en la caja; no se veía ni oía
en toda la sala. Aquello era un truco de la joven, la cual ya no volvió, pues
estaba harta de aquella vida. Él se hartó también, perdió su buen humor, con lo
que el público se aburría y dejó de acudir. Los negocios se volvieron magros, y
la indumentaria, también; al fin no le quedó más que una gruesa pulga, herencia
de su mujer; por eso la quería. La adiestró, enseñándole varios ejercicios,
entre ellos el de presentar armas y disparar un cañón; claro que un cañón
pequeño.
El profesor estaba
orgulloso de su pulga, y ésta lo estaba de sí misma. Había aprendido algunas
cosas, llevaba sangre humana y había estado en grandes ciudades, donde fue
vista y aplaudida por príncipes y princesas. Aparecía en periódicos y carteles,
sabía que era famosa y capaz de alimentar, no ya a un profesor, sino a toda una
familia.
A pesar de su
orgullo y su fama, cuando viajaban ella y el profesor, lo hacían en cuarta
clase; la velocidad era la misma que en primera. Existía entre ellos un
compromiso tácito de no separarse nunca ni casarse: la pulga se quedaría
soltera, y el profesor, viudo. Viene a ser lo mismo.
- Nunca debe
volverse allí donde se encontró la máxima felicidad - decía el profesor. Era un
psicólogo, y también esto es una ciencia.
Al fin recorrieron
todos los países, excepto los salvajes. En ellos se comían a los cristianos,
bien lo sabía el profesor; pero no siendo él cristiano de pura cepa, ni la
pulga un ser humano acabado, pensó que no había gran peligro en visitarlos y a
lo mejor obtendrían pingües beneficios.
Efectuaron el viaje
en barco de vapor y de vela; la pulga exhibió sus habilidades, y de este modo
tuvieron el pasaje gratis hasta la tierra de salvajes.
Gobernaba allí una
princesa de sólo 18 años; usurpaba el trono que correspondía a su padre y a su
madre, pues tenía voluntad y era tan agradable como mal criada.
No bien la pulga
hubo presentado armas y disparado el cañón, la princesa quedó tan prendada de
ella que exclamó:
- ¡Ella o nadie!
Se había enamorado
salvajemente, además de lo salvaje que ya era de suyo.
- Mi dulce y
razonable hijita - le dijo su padre -. ¡Si al menos se pudiese hacer de ella un
hombre!
- Eso déjalo de mi
cuenta, viejo - replicó la princesa. Lo cual no es manera de hablar sobretodo
en labios de una princesa; pero no olvidemos que era salvaje.
Puso la pulga en su
manita.
- Ahora eres un
hombre; vas a reinar conmigo. Pero deberás hacer lo que yo quiera; de lo
contrario, te mataré y me comeré al profesor.
A éste le asignaron
por vivienda un espacioso salón, cuyas paredes eran de caña de azúcar; podía
lamerlas, si quería, pero no era goloso. Diéronle también una hamaca para
dormir, y en ella le parecía encontrarse en un globo aerostático, cosa que
siempre había deseado y que era su idea fija.
La pulga se quedó
con la princesa, ya en su mano, ya en su lindo cuello. El profesor arrancó un
cabello a la princesa y lo ató por un cabo a la pata de la pulga, y por el
otro, a un pedazo de coral que la dama llevaba en el lóbulo de la oreja.
«¡Qué bien lo
pasamos todos, incluso la pulga!», pensaba el profesor. Pero no se sentía del
todo satisfecho; era un viajero innato, y gustaba ir de ciudad en ciudad y leer
en los periódicos elogios sobre su tenacidad e inteligencia, pues había
enseñado a una pulga a conducirse como una persona. Se pasaba los días en la
hamaca ganduleando y comiendo. Y no creáis que comía cualquier cosa: huevos
frescos, ojos de elefante y piernas de jirafa asadas. Es un error pensar que
los caníbales sólo viven de carne humana; ésta es sólo una golosina.
- Espalda de niño
con salsa picante es un plato exquisito - decía la madre de la princesa.
El profesor se
aburría. Sentía ganas de marcharse del país de los salvajes, pero no podía
hacerlo sin llevarse la pulga: era su maravilla y su sustento. ¿Cómo cogerla?
Ahí estaba la cosa.
El hombre venga
darle vueltas y más vueltas a la cabeza, hasta que, al fin, dijo:
- ¡Ya lo tengo!
- Padre de la
princesa, permitidme que haga algo. ¿Queréis que enseñe a los habitantes a
presentar armas? A esto lo llaman cultura en los grandes países del mundo.
- ¿Y a mí qué
puedes enseñarme? - preguntó el padre.
- Mi mayor
habilidad - respondió el profesor -. Disparar un cañón de modo que tiemble toda
la tierra, y las aves más apetitosas del cielo caigan asadas. La detonación es
de gran efecto, además.
- ¡Venga el cañón!
- dijo el padre de la princesa.
Pero en todo el
país no había más cañón que el que había traído consigo el profesor, y éste
resultaba demasiado pequeño.
- Fundiré otro
mayor - dijo el profesor -. Proporcionadme los medios necesarios. Me hace falta
tela de seda fina, aguja e hilo, cuerdas, cordones y gotas estomacales para
globos que se hinchan y elevan; ellas producen el estampido en el estómago del
cañón.
Le facilitaron
cuanto pedía.
Todo el pueblo
acudió a ver el gran cañón. El profesor no lo había convocado hasta que tuvo el
globo dispuesto para ser hinchado y emprender la ascensión.
La pulga
contemplaba el espectáculo desde la mano de la princesa. El globo se hinchó,
tanto, que sólo con gran dificultad podía ser sujetado; estaba hecho un
salvaje.
- Tengo que subir
para enfriarlo - dijo el profesor, sentándose en la barquilla que colgaba del
globo -. Pero yo solo no puedo dirigirlo; necesito un ayudante entendido, y de
cuantos hay aquí, sólo la pulga puede hacerlo.
- Se lo permito,
aunque a regañadientes - dijo la princesa, pasando al profesor la pulga que
tenía en la mano.
- ¡Soltad las
amarras! - gritó él -. ¡Ya sube el globo! Los presentes entendieron que decía:
- ¡Cañón!
El aerostato se fue
elevando hacia las nubes, alejándose del país de los salvajes.
La princesita, con
su padre y su madre y todo el pueblo, quedaron esperando. Y todavía siguen
esperando, y si no lo crees, vete al país de los salvajes, donde todo el mundo
habla de la pulga y el profesor, convencidos de que volverán en cuanto el cañón
se enfríe. Pero lo cierto es que no volverán nunca, pues están entre nosotros,
en su tierra, y viajan en primera clase, no ya en cuarta. El globo ha resultado
un buen negocio. Nadie les pregunta de dónde lo sacaron; son gente rica y
honorable la pulga y el profesor.
Lo que
contaba la vieja Juana
Silba el viento
entre las ramas del viejo sauce.
Diríase que se oye
una canción; el viento la canta, el árbol la recita. Si no la comprendes,
pregunta a la vieja Juana, la del asilo; ella sabe de esto, pues nació en esta
parroquia.
Hace muchos años,
cuando aún pasaba por aquí el camino real, el árbol era ya alto y corpulento.
Estaba donde está todavía, frente a la blanca casa del sastre, con sus paredes
entramadas, cerca del estanque; que entonces era lo bastante grande para
abrevar el ganado y para que, en verano, se zambulleran y chapotearan desnudos
los niños de la aldea.
Junto al árbol
habían erigido una piedra miliar; hoy está decaída e invadida por las
zarzamoras.
La nueva carretera
fue desviada hacia el otro lado de la rica finca; el viejo camino real quedó
abandonado, y el estanque se convirtió en una charca, invadida por lentejas de
agua. Cuando saltaba una rana, el verde se separaba y aparecía el agua negra;
en torno crecían, y siguen creciendo, espadañas, juncos e iris amarillos.
La casa del sastre
envejeció y se inclinó, y el tejado se convirtió en un bancal de musgo y
siempreviva; derrumbóse el palomar, y el estornino estableció en él su nido;
las golondrinas construyeron los suyos alineados bajo el tejado y en el alero,
como si aquélla fuese una casa afortunada.
Antaño lo había
sido; ahora estaba solitaria y silenciosa. Solo y apático vivía en ella el
«pobre Rasmus», como lo llamaban. Había nacido allí, allí había jugado de niño,
saltando por campos y setos, chapoteando en el estanque y trepando a la copa
del viejo sauce.
Este extendía sus
grandes ramas, como las extiende todavía; pero la tempestad había curvado ya el
tronco, y el tiempo había abierto una grieta en él, que el viento y la
intemperie habían cuidado de llenar de tierra. De aquella tierra habían nacido
hierba y verdor; incluso había brotado un pequeño serbal.
Cuando, en
primavera, llegaban las golondrinas, volaban en torno al árbol y al tejado,
pegaban su barro y construían sus nidos, mientras el pobre Rasmus tenía el suyo
completamente abandonado, sin cuidar de repararlo, ni siquiera sustentarlo.
- ¡Qué más da! -
exclamaba, lo mismo que decía ya su padre.
Él se quedaba en su
casa, mientras las golondrinas se marchaban y volvían, los fieles animalitos.
También se marchaba y volvía el estornino, con su canción aflautada. En otro
tiempo, Rasmus competía con él en cantar, pero ahora ya no cantaba ni tocaba la
flauta.
Silbaba el viento
entre el viejo sauce, y sigue silbando; parece como si se oyera una canción; el
viento la canta, el árbol la recita. Si no la comprendes, ve a preguntar a la
vieja Juana, la del asilo; ella sabe de estas cosas de otros tiempos: es como
una crónica con estampas y viejos recuerdos.
Cuando la casa era
nueva y estaba en buen estado, se trasladaron a ella Ivar Ulze, el sastre del
pueblo, y su mujer Maren, un matrimonio honrado y laborioso. Por aquellas
fechas, la vieja Juana era una niña, hija del zuequero, uno de los más pobres
de la parroquia. Más de una vez había recibido pan y mantequilla de Maren, a
quien no faltaba comida. Estaba en buenas relaciones con la propietaria de la
finca, la veían siempre alegre y risueña, no se intimidaba, y si sabía usar la
boca, no menos sabía servirse de las manos: la aguja corría tan ligera como la
lengua, sin que por eso se olvidase del cuidado de su casa y de sus hijos, casi
una docena, pues eran once; el duodécimo no llegó.
- Los pobres tienen
siempre el nido lleno de crías - gruñía el propietario de la casa -. Si se
pudiesen ahogar como se hace con los gatos, dejando sólo uno o dos de los más
robustos, todos saldrían ganando.
- ¡Dios misericordioso!
- exclamaba la mujer del sastre -. Los hijos son una bendición divina, son la
alegría de la casa. Cada niño, es un padrenuestro más. Si se hace difícil
saciar a tantas bocas, uno se esfuerza más y encuentra consejo y apoyo en todas
partes. Nuestro Señor no nos abandona si no lo abandonamos nosotros.
La propietaria
estaba de acuerdo con Maren, la aprobaba con un gesto de la cabeza y le
acariciaba la mejilla; lo había hecho muchas veces, e incluso la había besado,
pero entonces la señora era una niña, y Maren, su niñera. Las dos se querían, y
siguieron queriéndose.
Cada año, para las
Navidades, de la finca del propietario enviaban provisiones a casa del sastre:
un barril de harina, un cerdo, dos patos, otro barril de manteca, queso y
manzanas. Todo aquello ayudaba a llenar la despensa. Entonces, Ivar Ulze se
mostraba satisfecho, pero no tardaba en volver con su estribillo:
- ¡Qué más da!
La casa estaba
hecha un primor, con cortinas en las ventanas y también flores: claveles y
balsaminas. Un alfabeto de bordadora colgaba, bien enmarcado, en la pared, y a
su lado una «dedicatoria» en verso, obra de la propia Maren Ulze, que tenía
maña en componer rimas. No estaba poco orgullosa de su apellido de «Ulze»; era
la única palabra de la lengua que rimaba con «Sülze», que significa gelatina.
- ¡No deja de ser
una ventaja! - decía riendo. Estaba siempre de buen humor, y nunca se le oía
decir, como a su marido: «¡Para qué!». Su expresión habitual era: «¡A Dios
rogando y con el mazo dando!». Ella lo hacía así, y las cosas marchaban bien.
Los hijos crecieron, dejaron el nido, se fueron a tierras lejanas y salieron
todos de buena índole. Rasmus era el menor, tan hermoso de niño, que uno de los
más renombrados pintores de la ciudad se brindó a pintarlo, tal como había venido
al mundo. El retrato estaba ahora en el palacio real; la propietaria lo había
visto allí, y reconoció al pequeño Rasmus a pesar de ir en cueros.
Pero llegaron malos
tiempos. El sastre sufría de artritismo en las dos manos, se le formaron
gruesos nódulos, y tanto los médicos como la curandera Stine se declararon
impotentes.
- ¡No hay que
desanimarse! - decía Maren -. De nada sirve agachar la cabeza. Puesto que las
manos del padre no pueden ayudarnos, procuraré yo dar más ligereza a las mías.
El pequeño Rasmus puede también tirar de la aguja.
Se sentaba ya a la
mesa de coser, cantando como una flauta; era un chiquillo muy alegre.
Pero no debía
quedarse todo el día sentado allí, decía la madre; habría sido un pecado contra
el pequeño; tenía también que jugar y saltar.
Juana, la hija del
zuequero, era su mejor compañera de juego. Su familia era aún más pobre que la
de Rasmus. No era bonita, y andaba descalza; llevaba los vestidos rotos, pues
nadie cuidaba de ella, y jamás se le ocurría hacerlo ella misma; no era sino
una niña, alegre como el pajarillo al sol de Nuestro Señor.
Rasmus y Juana
solían jugar junto a la piedra miliar bajo el corpulento sauce.
El tenía grandes
ideas; quería ser un buen sastre y vivir en la ciudad, donde había maestros que
tenían diez oficiales en torno a su mesa; lo sabía por su padre. Allí se haría
él oficial y luego maestro; Juana iría a visitarlo, y si sabía cocinar,
prepararía la comida para los dos y tendría su propia habitación.
A Juana le parecía
todo aquello un tanto improbable, pero Rasmus no dudaba de que todo sucedería
al pie de la letra.
Y así se pasaban
las horas bajo el viejo árbol, mientras el viento silbaba a través de sus ramas
y hojas; era como si el viento cantara y el árbol recitara.
En otoño caían las
hojas, y la lluvia goteaba de las ramas desnudas.
- ¡Ya reverdecerán!
- decía la mujer.
- ¡Qué más da! -
replicaba el hombre -. Año Nuevo, nuevas preocupaciones para salir del paso.
- Tenemos la
despensa llena - observaba ella -. Y podemos dar gracias a la señora. Yo estoy
sana y no me faltan energías. Sería un pecado quejamos.
Las Navidades las
pasaban los propietarios en su finca, pero a la semana después de Año Nuevo
volvían a la ciudad, donde residían durante el invierno, contentos y
satisfechos, asistiendo a bailes y fiestas, invitados incluso a palacio.
La señora había
recibido de Francia dos preciosos vestidos. Nunca la sastresa Maren había visto
una tela, un corte y una costura como aquéllos. Pidió permiso a la propietaria
para ir con su marido a ver los vestidos, pues para un sastre de pueblo era una
cosa jamás vista.
El hombre los
examinó sin decir palabra, y, ya de vuelta en su casa, no hizo más comentario
que su habitual: - ¡Qué más da! -. Y por una vez, sus palabras eran sensatas.
Los señores
regresaron a la ciudad, donde se reanudaron los bailes y las fiestas; pero en
medio de todas aquellos diversiones murió el anciano señor, y su esposa no pudo
ya lucir sus magníficos vestidos. Quedó muy apesadumbrada y se puso de riguroso
luto de pies a cabeza; no toleró ni una cinta blanca. Todos los criados iban de
negro, e incluso el coche de gala fue recubierto de paño de este color.
Una noche gélida,
en que brillaba la nieve y centelleaban las estrellas, llegó de la ciudad la
carroza fúnebre conduciendo el cadáver, que debía recibir sepultura en el
panteón familiar del cementerio del pueblo.
El administrador y
el alcalde esperaban a caballo, sosteniendo antorchas encendidas, ante la
puerta del camposanto. La iglesia estaba iluminada, y el sacerdote recibió el
cadáver en la entrada del templo. Llevaron el féretro al coro, acompañado de
toda la población. Habló el párroco y se cantó un coral. La señora se hallaba
también presente en la iglesia; había hecho el viaje en el coche de gala
cubierto de crespones; en la parroquia nunca habían presenciado un espectáculo
semejante.
Durante todo el
invierno se estuvo hablando en el pueblo de aquella solemnidad fúnebre: el
«entierro del señor».
- En él se vio lo
importante que era - comentaba la gente del pueblo -. Nació en elevada cuna, y
fue enterrado con grandes honores.
- ¡Qué más da! -
dijo el sastre -. Ahora no tiene ni vida ni bienes. A nosotros al menos nos
queda una de las dos cosas.
- ¡No hables así! -
le riñó Maren -. Ahora goza de vida eterna en el cielo.
- ¿Cómo lo sabes,
Maren? - preguntó el sastre -. Un muerto es buen abono. Pero ése era demasiado
noble para servir de algo en la tierra; tiene que reposar en la cripta.
- ¡No digas
impiedades! - protestó Maren -. Te repito que goza de vida eterna.
- ¿Quién te lo ha
dicho, Maren? - repitió el sastre.
Maren echó su
delantal sobre el pequeño Rasmus; no quería que oyese aquellos desatinos. Se lo
llevó llorando, a la choza, y le dijo:
- Lo que oíste,
hijo mío, no fue tu padre quien lo dijo, sino el demonio, que estaría en la habitación
e imitó su voz. Reza el Padrenuestro. Lo rezaremos los dos -. Y juntó las manos
del niño.
- Ahora vuelvo a
estar contenta - dijo -. Confía en ti y en Dios Nuestro Señor.
Pasado un año, la
viuda se puso de medio luto; la alegría había vuelto a su corazón.
Corría el rumor de
que tenía un pretendiente y pensaba volver a casarse. Maren sabía algo de ello,
y el párroco un poco más aún.
El Domingo de
Ramos, después del sermón, habían de leerse las amonestaciones de la viuda y su
prometido, el cual era algo así como picapedrero o escultor, no se sabía a
ciencia cierta por aquellas fechas; Thorwaldsen y su arte no andaban todavía en
todas las bocas. El nuevo propietario no era noble, aunque sí hombre de
categoría. Nadie entendía a punto fijo en qué se ocupaba, pero se decía que
tallaba estatuas, y era muy experto en su trabajo, además de joven y guapo.
- ¡Qué más da! -
dijo el sastre Ulze.
El Domingo de Ramos
fueron amonestados, luego se cantó un coral y se administró la comunión. El
sastre, su mujer y el pequeño Rasmus estaban en la iglesia; los padres
comulgaron, pero el pequeño permaneció sentado en el banco, pues aún no había
recibido la confirmación. En los últimos tiempos andaban escasos de ropas en
casa del sastre; los trajes viejos estaban usadísimos y llenos de remiendos y
piezas; pero aquel día los tres llevaban vestidos nuevos, aunque negros, como
si asistiesen a un entierro; estaban confeccionados con las telas que habían
recubierto el coche fúnebre. Había salido una chaqueta y unos pantalones para
el marido, un vestido cerrado hasta el cuello para Maren, y para Rasmus, un
traje completo que le serviría para la confirmación cuando llegase la hora; se
lo habían hecho holgado, adrede. En toda aquella indumentaria se invirtió la
totalidad de la tela que tapizaba el coche, tanto por dentro como por fuera.
Nadie tenía por qué saber de dónde procedía aquel paño, y, no obstante, pronto
corrió la voz; Stine la curandera y otras comadres de su misma calaña
pronosticaron que aquellos vestidos llevarían la peste y la enfermedad a la
casa.
- Sólo para bajar a
la tumba hay que vestirse con ropas funerarias.
La Juana del
zuequero lloraba al oír estos comentarios; y como resultó que desde aquel día
fue empeorando la salud del sastre, se echaba de ver a quién le tocaría pronto
el turno de llorar.
Y así fue.
El primer domingo
después de la Trinidad falleció el sastre Ulze, y Maren quedó sola al cuidado
de la casa. Y siguió llevándola y manteniéndola unida, sin perder nunca la
confianza en sí misma y en Dios.
Al año siguiente,
Rasmus fue confirmado. Había sonado para él la hora de trasladarse a la ciudad
como aprendiz en casa de un sastre de renombre, que, si no tenía doce oficiales
en su mesa, siquiera tenía uno. El pequeño Rasmus valía por medio, y estaba
contento y alegre; pero Juana lloraba, pues lo quería más de lo que ella misma
creyera. La mujer del sastre se quedó en la vieja casa, y continuó el negocio
de su marido.
Sucedía esto por el
tiempo en que se inauguró el nuevo camino real. El antiguo, que pasaba por delante
de la vivienda del sastre, quedó como camino vecinal; la vegetación invadió el
estanque, que pronto quedó convertido en una charca llena de lentejas de agua.
Volcóse la piedra miliar, pues ya no servía de nada, pero el árbol siguió
viviendo, robusto y hermoso; el viento silbaba entre sus ramas y hojas.
Lo que
contaba la vieja Juana
Continuación
Marcháronse las
golondrinas y marchóse también el estornino, para regresar a la primavera
siguiente, y a la cuarta vez volvió también con ellos Rasmus. Había pasado el
examen de oficial sastre y era un mozo guapo, aunque delgaducho. Su intención
era cargarse la mochila a la espalda y marcharse a ver mundo, pero su madre
deseaba retenerlo consigo. En ningún sitio se está tan bien como en casa. Los
demás hijos se habían desperdigado todos, él era el más joven y debía quedarse
con su madre. Trabajo no iba a faltarle, ni mucho menos; podría recorrer la
comarca como sastre ambulante, trabajando quince días en un lugar y otros
quince en otro. También esto sería viajar. Y Rasmus siguió el consejo de su
madre.
Volvió, pues, a
dormir bajo el techo de su casa natal, y, sentado al pie del viejo sauce,
volvió a oír el rumor del viento soplando entre sus ramas.
Era un mozo de
buena presencia, sabía cantar como un pájaro, cantar viejas y nuevas canciones.
En las grandes fincas era recibido con simpatía, especialmente en casa de Klaus
Hansen, el segundo entre los labradores ricos de la parroquia.
Su hija Elsa era
como una bellísima flor, siempre risueña. Algunas personas mal intencionadas
aseguraban que reía sólo para exhibir sus preciosos dientes, pero la verdad es
que era alegre por naturaleza y aficionada a travesuras; pero todo le estaba
bien.
Se prendó de
Rasmus, y él de ella, pero los dos se lo guardaron. Así fue cómo el muchacho se
volvió melancólico; tenía más del temperamento de su padre que del de su madre.
Su buen humor se despertaba solamente cuando llegaba Elsa; entonces los dos se
reían, bromeaban y hacían travesuras; pero, aunque no le faltaron buenas
oportunidades, nunca le dijo una palabra de su pasión. «¡Qué más da! - pensaba
-. Sus padres quieren casarla bien, y yo no tengo nada. Lo más acertado sería
marcharme de aquí». Pero no podía alejarse de la finca; parecíale que un hilo
lo atase a ella; para la muchacha era como un pájaro amaestrado, que cantaba y
trinaba al gusto de ella.
Juana, la hija del
zuequero, estaba empleada como sirvienta en la propiedad, donde tenía que hacer
los trabajos más humildes; iba al prado con el carro de la leche a ordeñar las
vacas junto con otras criadas, y cuando era preciso acarreaba también
estiércol. Nunca entraba en las habitaciones principales, y apenas veía a
Rasmus y a Elsa, pero oía que eran casi prometidos.
- Rasmus será rico
- decía -. Me alegro por él -. Y sus ojos se humedecían, lo cual cuadraba muy
mal con sus palabras.
Un día de mercado,
Klaus Hansen se trasladó a la ciudad, acompañado de Rasmus, que, tanto a la ida
como a la vuelta, viajó al lado de Elsa. Estaba loco de amor, pero no lo dio a
entender en nada.
«¡Sería hora de que
hablara! - pensaba la muchacha, y hay que convenir en que tenía razón -. Si no
se decide, tendré que sacudírmelo».
Y pronto se habló
en la casa de que el campesino más rico de la parroquia se había declarado a
Elsa. Así era, en efecto, pero todo el mundo ignoraba la respuesta de la joven.
Los pensamientos
daban vueltas en la cabeza de Rasmus.
Un atardecer, Elsa
le puso un anillo de oro en el dedo y le preguntó qué significaba aquello.
- Noviazgo - dijo
él.
- ¿Y con quién
crees tú? - preguntó ella.
- ¿Con el rico
labrador? - aventuró él.
- ¡Acertaste! -
exclamó Elsa, y, saludándolo con un gesto de la cabeza, se marchó.
También se marchó
él, y volvió a casa de su madre fuera de sí. Atóse la mochila y se dispuso a
lanzarse al mundo, a pesar de las lágrimas de la vieja.
Cortó un bastón del
viejo sauce, cantando como si estuviese de buen humor porque se marchaba a ver
las maravillas del ancho mundo.
- ¡Qué pena para
mí! - suspiró la mujer -. Pero es lo mejor y más acertado que puedes hacer, y
debo resignarme. Confía en Dios y en ti, que yo espero volverte a ver alegre y
contento.
Avanzaba por la
nueva carretera cuando vio a Juana, que pasaba guiando un carro lleno de
estiércol. Ella no se había dado cuenta de su presencia, y él prefería que no
lo viese; por eso se ocultó detrás de un vallado, y Juana pasó a poquísima
distancia.
Se marchó a correr
mundo, nadie supo adónde. Su madre pensaba que regresaría antes de fin de año.
Verá cosas nuevas,
tendrá nuevos pensamientos; es como los viejos pliegues que no pueden alisarse
con la plancha. Tiene demasiado de su padre; mejor quisiera que se pareciera a
mí, ¡pobre hijo mío! Pero volverá seguramente; ¡no es posible que renuncie a su
madre y a su casa!
La mujer estaba
dispuesta a esperar largo tiempo. Elsa esperó sólo un mes; luego se fue a
encontrar secretamente a la curandera Stine, entendida en el arte de «curar»,
echar las cartas y decir la buenaventura; sí, sabía más que Friján. En
consecuencia, conocía también el paradero de Rasmus; lo leyó en los posos del
café. Se encontraba en una ciudad extranjera, pero no pudo descifrar su nombre.
Había en aquella ciudad soldados y mujeres alegres. Estaba vacilando entre
tomar el mosquete o una de aquellas mozas.
Elsa no podía
soportar esas noticias. Gustosa daría el dinero que tenía ahorrado para
redimirlo, a condición de que nadie supiera que era cosa suya.
Y la vieja Stine
prometió hacer volver al muchacho; conocía un medio, peligroso para la persona
interesada, pero infalible. Haría cocer en una olla una mezcla que lo forzaría
a marcharse del lugar donde estuviese, fuera el que fuera, y regresar junto a
la olla y al lado de su amada. Era posible que tardara meses, pero al fin
acudiría, a menos que hubiese muerto.
Debía seguir sin
paz ni reposo, día y noche, a través de mares y de montañas, con buen o mal
tiempo, y por mucha que fuese su fatiga. Tenía que regresar a su tierra, era
forzoso.
La luna estaba en
su primer cuadrante, el mejor momento para el hechizo, dijo la vieja Stine. El
tiempo era borrascoso, crujía el viejo sauce. Stine cortó una rama e hizo un
nudo dentro; aquello contribuiría a atraer a Rasmus al hogar de su madre. Cogió
musgo y siempreviva del tejado y los metió en la olla, que había puesto ya al
fuego. Elsa tenía que arrancar una hoja del libro de cánticos y casualmente
arrancó la última, la que contenía la fe de erratas.
- Lo mismo da -
dijo la bruja, echándola al puchero.
Muchas cosas
hubieron de ir a parar a aquel caldo, que debía cocer sin interrupción hasta la
vuelta de Rasmus. El gallo negro de la casa de la vieja Stine tuvo que
sacrificar la roja cresta, que fue también a la olla. También fue a ella la
gruesa sortija de oro de Elsa, y Stine le había advertido de antemano que
desaparecería para siempre. Desde luego era lista la vieja. Asimismo fueron a
parar al puchero otras muchas cosas que no sabríamos enumerar. Y venga hervir,
sobre el fuego vivo o sobre cenizas ardientes. Sólo ella y Elsa lo sabían.
Pasó la luna nueva,
y pasó el cuarto menguante; todos los días se presentaba Elsa:
- ¿Aún no lo ves
venir?
- ¡Sé muchas cosas!
- decía Stine - y veo otras muchas. Lo que no puedo ver es si es muy largo el
camino. Ya ha traspuesto las primeras montañas, ha cruzado el mar tempestuoso.
El camino a través de los grandes bosques es largo. El mozo tiene ampollas en
los pies y fiebre en el cuerpo, pero ha de seguir sin remedio.
- ¡No, no! - dijo
Elsa -. ¡Me da lástima!
- Ahora ya no puede
detenerse. Si lo obligásemos a hacerlo, caería muerto en medio de la carretera.
Había transcurrido
mucho tiempo. Brillaba la luna llena, el viento silbaba entre las ramas del
viejo sauce, y en el cielo, iluminado por la luna se dibujaba un arco iris.
- ¡Ésta es la
señal! - dijo Stine -. Ahora llega Rasmus.
Pero no llegó.
- ¡Larga es la
espera! - dijo Stine.
- Ya estoy cansada
- respondió Elsa, y sus visitas a la bruja empezaron a escasear, aparte que no
le llevó más regalos.
Serenóse su
espíritu, y una mañana toda la parroquia supo que Elsa había dado el sí al rico
labrador.
Vio la casa y los
campos, el ganado y el ajuar. Todo estaba en buenas condiciones; no había
ningún motivo que aconsejase retrasar la boda.
Los grandes
festejos duraron tres días, y se bailó al son de clarinetes y violines. Todos
los habitantes de la parroquia fueron invitados, y también asistió la vieja Ulze,
quien, terminada ya la fiesta, y después que los anfitriones se hubieron
despedido de sus huéspedes y las trompetas hubieron cerrado la solemnidad,
marchóse a su casa con los restos del banquete.
Había cerrado la
puerta solamente con un palo. La encontró abierta a su regreso y en la casa
estaba Rasmus. Acababa de llegar. ¡Santo Dios! No era sino piel y huesos,
estaba pálido y demacrado.
- ¡Rasmus! -
exclamó su madre -. ¿Es posible que seas tú? ¡Qué enfermo pareces! Pero me
alegra el tenerte aquí de nuevo.
Y le sirvió una
buena comida, con las viandas que traía de la boda: asado y un pedazo de torta.
En el curso de los
últimos tiempos, dijo el mozo, había pensado con gran frecuencia en su madre,
en la casa y en el viejo sauce. Parecía extraño las veces que en sueños había
visto el árbol y a Juana, descalza.
No mencionó a Elsa.
Estaba enfermo y tuvo que acostarse; pero nosotros no creemos que fuera por
culpa de la olla ni que ésta hubiera ejercido influencia alguna sobre él. Sólo
la vieja Stine y Elsa lo creyeron, pero nunca hablaron de ello.
Rasmus yacía
enfermo de fiebre contagiosa; por eso nadie iba a la casa del sastre, excepto
Juana, la hija del zuequero, la cual rompió a llorar al ver lo acabado que
estaba el joven.
El doctor le recetó
algo de la farmacia, pero él se negó a tomar los medicamentos.
- ¡Qué más da! -
dijo.
- Tómalo y te
curarás - le insistió su madre -. Confía en Dios y en ti mismo. Gustosa daría
mi vida por verte otra vez con carnes en el cuerpo, cantando y silbando como
antes.
Rasmus salió de su
enfermedad, pero su madre se contagió, y Dios la llamó a su seno en vez de a
él.
La casa quedó
solitaria, solitaria y mísera.
- ¡Está agotado -
decían en la parroquia -. ¡Pobre Rasmus!
En el curso de sus
viajes había llevado una vida desordenada. Aquello, y no la negra olla, fue lo
que consumió su salud y puso la inquietud en su alma. El cabello se le aclaró y
volvió gris; no hacía nada a derechas:
- ¡Qué más da! -
decía. Iba más a la taberna que a la iglesia.
Un anochecer de
otoño se dirigía penosamente a su casa, bajo la lluvia y el viento, por el
fangoso camino que conducía a la taberna. Hacía ya mucho tiempo que su madre
reposaba en la sepultura. También se habían marchado las golondrinas, los
estorninos y los fieles pájaros; pero Juana, la hija del zuequero, no se había
ido. Fue a su encuentro y lo acompañó un trecho.
- ¡Haz un esfuerzo,
Rasmus!
- ¡Qué más da! -
respondió él.
- ¡No debes decir
eso! - riñóle Juana -. Acuérdate de las palabras de tu madre: «Confía en Dios y
en ti». No lo haces, Rasmus, y tendrías que hacerlo. Nunca digas: «¡Qué más
da!»; así no harás nunca nada.
No lo dejó hasta la
puerta de su casa; pero él, en vez de entrar, se dirigió al viejo sauce,
sentándose en el hito derribado.
El viento silbaba
entre las ramas del árbol; era como una canción, como un discurso. Rasmus
respondió hablando en voz alta, pero nadie lo oyó, aparte el árbol y el viento.
- ¡Qué frío! Es
hora de acostarme. ¡Dormir, dormir!
Y se fue, mas no a
su casa, sino al estanque, donde cayó desfallecido. Llovía a torrentes, y el
viento era helado, pero él no se daba cuenta. Cuando salió el sol, y las
cornejas reanudaron su vuelo sobre el cañaveral, Rasmus despertó, medio muerto.
Si se hubiese caído con la cabeza donde le quedaron los pies, no se habría
vuelto a levantar; la lenteja de agua habría sido su mortaja.
Al hacerse de día,
Juana volvió a casa del sastre; ella fue su amparo, lo llevó al hospital.
- Nos conocimos de
niños - le dijo -. Tu madre me dio muchas veces de comer y de beber, y nunca se
lo agradeceré bastante. Tú recobrarás la salud, volverás a ser un hombre y a
vivir.
Y Dios dispuso que
siguiera viviendo, pero la salud y las facultades se habían perdido para
siempre.
Volvieron las
golondrinas, reanudaron sus vuelos y se marcharon de nuevo una y otra vez.
Rasmus envejeció antes de tiempo. Vivía solo en su casa, que iba decayendo
visiblemente. Era pobre, más aún que Juana.
- No tienes fe -
decíale ella -. Si no fuese por Dios, ¡qué nos quedaría! Tendrías que ir a
tomar la comunión. Seguramente no has vuelto desde que te confirmaron.
- ¡Bah! ¡Qué más
da! - replicó él.
- Si dices lo que
piensas, déjalo. El Señor no quiere a su mesa invitados forzados. Pero piensa
en tu madre y en tu niñez. Eras un muchacho bueno y piadoso. ¿Quieres que te
cante una canción de infancia?
- ¡Qué más da! -
replicó él.
- A mí siempre me
consuela - dijo ella.
- Juana, eres una
santa -. Y la miró con ojos cansados y apagados.
Juana cantó la
canción, pero no leyéndola de un libro, pues no tenía ninguno, sino de memoria.
- ¡Qué palabras más
hermosas! - dijo él -. Pero no he podido seguirlas bien. ¡Tengo la cabeza tan
pesada!
Rasmus era ya
viejo, y Elsa no era joven tampoco. Nosotros mencionamos su nombre, aunque
Rasmus no lo hacía nunca. Era ya abuela y tenía una nieta muy traviesa. La
chiquilla jugaba con los otros niños del pueblo, y Rasmus se acercaba al grupo,
apoyado en su bastón, y se quedaba parado mirándolos sonriente, como si su
imaginación evocara tiempos pretéritos. La nietecita de Elsa gritaba,
señalándolo:
- ¡Pobre Rasmus! -
y las demás niñas seguían su ejemplo -. ¡Pobre Rasmus! - repetían, y todas se
ponían a perseguir al viejo con gran griterío.
Fue un día gris y
agobiante, al que siguieron otros muchos; pero después de los días agobiantes y
grises, viene, al fin, uno de sol.
Una magnífica
mañana de Pentecostés, la iglesia apareció adornada con verdes ramas de abedul,
que impregnaban el aire con los aromas del bosque, mientras el sol brillaba
sobre los bancos. Los grandes candelabros del altar estaban encendidos; se administraba
la comunión, y Juana figuraba entre los fieles arrodillados, pero Rasmus no se
hallaba presente. Aquella misma mañana, Dios lo había llamado a Sí.
Dios es la gracia y
la misericordia.
Han transcurrido
muchos años desde aquella mañana. La casa del sastre sigue en pie, pero nadie
la habita; la noche menos pensada, una tormenta la hundirá. El estanque está
invadido de cañas y juncos. El viento silba aún en el viejo árbol; diríase que
se oye una canción: el viento la canta, el árbol la recita; si no la
comprendes, ve a preguntárselo a la vieja Juana, la del asilo.
En el asilo vive, y
canta su canción piadosa, aquella misma que cantó a Rasmus. Ella piensa en él y
reza por él a Dios Nuestro Señor. Podría contar muchas cosas del tiempo pasado,
recuerdos que murmuran en el viejo árbol.