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miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA ZORRA Y EL CABALLO -- ¡Hermanos Grimm)

LA ZORRA Y EL CABALLO

¡Hermanos Grimm)
Tenía un campesino un fiel caballo, ya viejo, qui­no podía prestarle ningún servicio. Su amo se de­cidió a no darle más de comer y le dijo:
Ya no me sirves de nada: mas para que veas que te tengo cariño, te guardaré si me demuestras que tienes aún la fuerza suficiente para traerme un león. Y ahora, fuera de la cuadra.
Y lo echó de su casa.
El animal se encaminó tristemente al bosque, en busca de un cobijo. Encontróse allí con la zorra, la cual le preguntó:
-¿Qué haces por aquí, tan cabizbajo y solitario?
¡Ay! - respondió el caballo–. La avaricia y la lealtad raramente moran en una misma casa. Mi amo ya no se acuerda de los servicios que le he ve­nido prestando durante tantos años, y porque ya no puedo arar como antes, se niega a darme pienso y me ha echado a la calle.
¿Así, a secas? ¿No puedes hacer nada para evi­tarlo? –preguntó la zorra.
El remedio es difícil. Me dijo que si era lo bas­tante fuerte para llevarle un león, me guardaría. Pero sabe muy bien que no puedo hacerlo.
Yo te ayudaré. Túmbate bien y no te muevas, como si estuvieses muerto.
Hizo e) caballo lo que le indicara la zorra, y ésta fue al encuentro del león, cuya guarida se hallaba a escasa distancia, y le dijo:
Ahí fuera hay un caballo muerto; si sales, podrás darte un buen banquete.
Salió el león con ella, y cuando ya estuvieron junto al caballo, dijo la zorra:
Aquí no podrás zampártelo cómodamente. ¿Sabes qué? Te ataré a su cola. Así te será fácil arrastrarlo hasta tu guarida, y allí te lo comes tranquilamente
Gustóle el consejo al león, y colocóse de manera que la zorra, con la cola del caballo, ató fuertemente
las patas del león, y le dio tantas vueltas y nudos que no había modo de soltarse. Cuando hubo termi­nado, golpeó el anca del caballo y dijo:
- ¡Vamos, jamelgo, andando!
Incorporóse el animal de un salto y salió al trote, arrastrando al león. Se puso éste a rugir con tanta fiereza que todas las aves del bosque echaron a volar asustadas: pero el caballo lo dejó rugir y, a campo traviesa, lo llevó arrastrando hasta la puerta de su amo.
Al verlo éste, cambió de propósito y dijo al animal:
Te quedarás a mi lado, y lo pasarás bien –y en adelante, no le faltaron al caballo sus buenos piensos, hasta que murió.

EL PERRO Y EL GORRIÓN

EL PERRO Y EL GORRIÓN

(Hermanos Grimm)
A un perro de pastor le había tocado en suerte un mal amo, que le hacía pasar hambre. No queriendo aguantarlo por más tiempo, el animal se marchó, tris­te y pesaroso. Encontróse en la calle con un gorrión, el cual le preguntó:
Hermano perro, ¿por qué estás tan triste?
Y respondióle el perro:
Tengo hambre y nada que comer..
Aconsejóle el pájaro:
Hermano, vente conmigo a la ciudad; yo haré que te hartes.
Encamináronse juntos a la ciudad, y al llegar fren­te a una carnicería, dijo el gorrión al perro:
No te muevas de aquí; a picotazos te haré caer un pedazo de carne –y situándose sobre el mostrador y vigilando que nadie lo viera, se puso a picotear y a tirar de un trozo que se hallaba al borde, hasta que lo hizo caer al suelo. Cogiólo el perro, llevóselo a una esquina y se lo zampó. Entonces le dijo el gorrión:
Vamos ahora a otra tienda; te haré caer otro pedazo para que te hartes.
Una vez el perro se hubo comido el segundo trozo, preguntóle el pájaro:
Hermano perro, ¿estás ya harto?
De carne, sí –respondió el perro–, pero me falta un poco de pan.
Dijo si gorrión:
Ven conmigo, lo tendrás también –y llevándolo a una panadería, a picotazos hizo caer unos panecillos; y como el perro quisiera todavía más, condújolo a otra panadería y le proporcionó otra ración. Cuando el perro se la hubo comido, preguntóle el gorrión:
Hermano perro, ¿estás ahora harto?
Sí –respondió su compañero–. Vamos ahora a dar una vuelta por las afueras.
Salieron los dos a la carretera; pero como el tiempo era caluroso, al cabo de poco trecho dijo el perro:
Estoy cansado, y de buena gana echaría una siestecita.
Duerme, pues –asintió el gorrión–; mientras tanto, yo me posaré en una rama.
Y el perro se tendió en la carretera y pronto se quedó dormido.
En ésta, acercóse un carro tirado por tres caballos y cargado con tres cubas de vino. Viendo el pájaro que el carretero no llevaba intención de apartarse para no atropellar al perro, gritóle:
¡Carretero, no lo hagas o te arruino! Pero el hombre, refunfuñó entre dientes:
No serás tú quien me arruine –restalló el lá­tigo y las ruedas del vehículo pasaron por encima del perro, matándolo.
Gritó entonces el gorrión:
Has matado a mi hermano el perro, pero te cos­tará el carro y los caballos.
¡Bah!, ¡el carro y los caballos! –se mofó el conductor–. ¡Me río del daño que tú puedes causar­me! –y prosiguió su camino.
El gorrión se deslizó debajo de la lona, y se puso a picotear una espita, hasta que hizo soltar el tapón, por lo que empezó a salirse el vino sin que el ca­rretero lo notase, y se vació todo el barril. Al cabo de buen rato, volvióse el hombre, y al ver que go­teaba vino, bajó a examinar los barriles, encontrando que uno de ellos estaba vacío.
¡Pobre de mí! –exclamó.
-Aún no lo eres bastante –dijo el gorrión, y vo­lando a la cabeza de uno de los caballos, de un pico­tazo le sacó un ojo. Al darse cuenta el carretero, empuñó un azadón y lo descargó contra el pájaro con ánimo de matarlo, pero la avecilla escapó y el caballo recibió en la cabeza un golpe tan fuerte que cayó muerto.
¡Ay, pobre de mí! –repitió el hombre.
¡Aún no lo eres bastante! –gritóle el gorrión, y cuando el carretero reemprendió su ruta con los dos caballos restantes, volvió el pájaro a meterse por debajo de la lona y no paró hasta haber sacado el segundo tapón, vaciándose, a su vez, el segundo barril. Diose cuenta el carretero demasiado tarde, y volvió a exclamar:
¡Ay, pobre de mí!
A lo que replicó su enemigo.
¡Aún no lo eres bastante! –y posándose en la cabeza del segundo caballo saltóle igualmente los ojos. Otra vez acudió el hombre con su azadón, y otra vez hirió de muerte al caballo, mientras el pá­jaro escapaba, volando.
¡Ay. pobre de mí!
Aún no lo eres bastante –repitió el gorrión, al tiempo que sacaba los ojos al tercer caballo. Enfure­cido, el carretero asestó un nuevo azadonazo contra el pájaro, y errando otra vez la puntería mató al tercer animal.
¡Ay, pobre de mí! –exclamó.
¡Aún no lo eres bastante! –repitió una vez más el gorrión–. Ahora voy a arruinar tu casa - y se alejó volando.
El carretero no tuvo más remedio que dejar el carro en el camino y marcharse a su casa, furioso y deses­perado:
¡Ay! –dijo a su mujer–, ¡qué día más desgra­ciado he tenido! He perdido el vino y los tres caba­llos están muertos.
¡Ay, marido mío! –respondióle su mujer–. ¡Que diablo de pájaro es éste que se ha metido en casa! Ha traído a todos los pájaros del mundo, y ahora se están comiendo nuestro trigo.
Subió el hombre al granero y encontró miliares de pájaros en el suelo acabando de devorar todo el gra­no, y en medio de ellos estaba el gorrión. Y volvió a exclamar el hombre:
¡Ay, pobre de mí!
Aún no lo eres bastante –repitió el pájaro – : Carretero, aún pagarás con la vida –y echó a volar.
El carretero, perdidos todos sus bienes, bajó a la sala y sentóse junto a la estufa, mohíno y colérico. Pero el gorrión le gritó desde la ventana:
¡Carretero, pagarás con la vida!
Cogiendo el hombre el azadón, arrojólo contra d pájaro, mas sólo consiguió romper los cristales, sin tocar a su perseguidor. Este saltó al interior de la estancia, y posándose sobre el horno repitió:
¡Carretero, pagarás con la vida!
Loco y ciego de rabia, el carretero arremetió contra todas las cosas, queriendo matar al pájaro, y así des­truyó el horno y todos los enseres domésticos: espejos, bancos, la mesa e incluso las paredes de la casa, sin conseguir su objetivo. Por fin logró cogerlo con la mano, y entonces, dijo la mujer:
¿Quieres que lo mate de un golpe?
¡No! –gritó él–: Sería una muerte demasiado dulce. Ha de sufrir mucho más. ¡Me lo voy a tragar! –y se lo tragó de un bocado. Pero el animal empezó a agitarse y aletear dentro de su cuerpo, y se le subió de nuevo a la boca, y, asomando la cabeza:
¡Carretero, pagarás con la vida! –le repitió por última vez.
Entonces e] carretero, tendiendo el azadón a su mujer, le dijo
¡Dale al pájaro en la boca!
La mujer descargó el golpe, pero, errando la pun­tería partió la cabeza a su marido, el cual se des­plomó, muerto, mientras el gorrión escapaba volando.

EL LOBO Y LAS SIETE CABRITAS

EL LOBO Y LAS SIETE CABRITAS

(Hermanos Grimm)
Erase una vez una vieja cabra que tenía siete ca­britas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.
Hijas mías –les dijo–, me voy al bosque: mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis en seguida por su bron­ca voz y sus negras patas.
Las cabritas respondieron:
Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.
Despidióse la vieja con un balido y, confiada, em­prendió su camino. No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.
Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
No te abriremos –exclamaron–. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.
Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta:
Abrid hijitas –dijo–. Vuestra madre os trae algo a cada una.
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron:
No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!
Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:
Mira, me he lastimado un pie: úntamelo con un poco de pasta.
Untada que tuvo la pata, fue al encuentro del mo­linero:
Échame harina blanca en el pie –díjole. El mo­linero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio; pero la fiera lo ame­nazó–: Si no lo haces, te devoro –el hombre, asus­tado, le blanqueó la pata Si, asi es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta, y, llamando, dijo:
Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bos­que.
Las cabritas replicaron:
Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus pa­labras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuar­ta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas unas tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeña, que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina rota en mil pedazos; las mantas y almo­hadas por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no apa­recieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la voz a la última, la cual, con vocecita queda, dijo:
Madre querida, estoy en la caja del reloj.
Sacólo la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la ma­dre la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al obser­varlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
¡Válgame Dios! –pensó–. ¿Si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún?
Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo. y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando sal­taron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su rego­cijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta. brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo:
Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.
Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed. encaminóse a un pozo para beber. Mien­tras andaba, moviéndose de un lado a otro, los gui­jarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas. Mas ahora parecen chinitas.
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:
¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!
Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.

EL GATO Y EL RATON HACEN VIDA EN COMÚN

EL GATO Y EL RATON HACEN VIDA EN COMÚN

(Hermanos Grimm)
Un gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad, que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común.
Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre –dijo el gato–. Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes; al fin caerías en alguna ratonera.
Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presen­tó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato:
Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.
Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:
Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho pa­drino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa.
Muy bien –respondió el ratón–¡ vete en nom­bre de Dios, y si te dan algo bueno para comer acuér­date de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta.
Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima al­guna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el pu­chero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; des­pués se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer.
Bien, ya estás de vuelta –dijo el ratón–; a buen seguro que has pasado un buen día.
No estuvo mal –respondió el gato.
¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo?
"Empezado" –repuso el gato secamente.
¿"Empezado"? –exclamó su compañero–. ¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?
¿Qué le encuentras de particular? –replicó el ga­to–. No es peor que "Robamigas", como se llaman tus padres.
Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón:
Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de la casa, pues otra vez me piden que sea padrino y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme.
El bonachón del ratoncito se mostró conforme, y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciu­dad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero.
Nada sabe tan bien –dijose para sus adentros-como lo que uno mismo se come.
Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día. Al llegar a casa preguntóle el ratón:
¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?
"Mitad" –contestó el gato.
¿"Mitad"? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre: apuesto a que no está en el ca­lendario.
No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca
Las cosas buenas van siempre de tres en tres –dijo al ratón–. Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte ellas, ni un pelo blan­co en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca fre­cuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?
¡"Empezado", "Mitad"! –contestó el ratón–. Estos nombres me dan mucho que pensar.
Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza –dijo el gato–, claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca.
Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero:
Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha terminado todo –díjose, y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche. Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito.
Seguramente no te gustará tampoco –dijo el ga­to–. Se llama "Terminado".
¡"Terminado"! –exclamó el ratón–. Este sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡"Terminado"! ¿Qué diablos querrá decir?
Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir. Ya no volvieron a invitar al gato a ser padri­no, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitan­za, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva.
Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá de perlas.
Sí –respondió el gato–, te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.
Salieron, pues, y, al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío.
¡Ay! –clamó el ratón–. Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero "empezado", luego "mitad", luego...
¿Vas a callarte? –gritó el gato–. ¡Si añades una palabra más te devoro!
..."terminado" –tenía ya al pobre ratón en la lengua. No pudo aguantar la palabra y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado.

LA CENICIENTA


LA CENICIENTA

(Hermanos Grimm)
Erase una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó, y. presintiendo su próximo fin, llamó a su única, hijita y le dijo:
Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado.
Y, cerrando los ojos, murió. La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa Al llegar el invierno, la nieve cubrió de. un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio
La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez. pero negras y malvadas de cora­zón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana.
¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nos­otras? – decían las recién llegadas–. Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina!–. Quitáronle sus hermosos vestidos, pusiéronle una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado–: ¡Mirad la orgullosa princesa, qué compuesta!
Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros tra­bajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa... Y, por añadidura, sus hermanastras la some­tían a todas las mortificaciones imaginables; se mo­faban de ella, le esparcían, entre la ceniza, los gui­santes y las lentejas, para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas. A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en una cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban "Cenicienta"
Un día en que al padre se disponía a ir a la feria preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese.
-Hermosos vestidos –respondió una de ellas.
- Perlas y piedras preciosas –dijo la otra.
¿Y tú, Cenicienta –preguntó–, qué quieres?
Padre, cortad la primera ramita que os toque el sombrero cuando regreséis, y traédmela.
Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas: de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo. Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedi­do, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre: allí la plantó, regándola con sus lágri­mas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.
Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa. Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, pusiéronse muy contentas. Llamaron a Ceni­cienta y le dijeron:
Peínanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio.
Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues tam­bién ella hubiera querido ir al baile; y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese.
¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porque­ría, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapa­tos, ¿y quieres bailar?
Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo finalmente;
Te he echado un plato de lentejas en la ceniza; si las recoges en dos horas, te dejaré ir.
La muchachita. saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó:
Palomitas mansas, tortolillas y avecillas del cielo, venid a ayudarme a recoger lentejas.
"Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y acudieron a la ventana de la cocina dos palo­mitas blancas, luego las tortolillas y, finalmente, com­parecieron, bulliciosas y presurosas, todas las aveci­llas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palo­mitas, bajando las cabecitas: empezaron: pie, pie, pie, pie; y luego todas las demás las imitaron: pie, pie, pie, pie, y un santiamén todos los granos bue­nos estuvieron en la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuen­te a su madrastra, contenta porque creía que le per­mitirían ir a la fiesta, pero la vieja le dijo:
No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti. –Y como la pobre rompiera a llorar–: Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas.
Y pensaba: "Jamás podrá hacerlo". Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella salió al jardín por la puerta trasera y gritó:
Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a limpiar lentejas:
"Las buenas, en el pucherito: las malas, en el buchecito."
Y enseguida acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas y luego las tortolillas, y. final­mente, comparecieron bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron pic, pis, pie, pie; y luego todas las demás las imitaron: pie, pie, pie, pie, echando todos los granos buenos en las fuentes. No había transcurrido aún media hora cuan­do, terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llave las fuentes a su madrastra, pensando que aquella vez le permitirían ir a la fiesta. Pero la mujer le dijo:
Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes ves­tidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza.
Y, volviéndole la espalda, partió apresuradamente con sus dos orgullosas hijas.
No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se enca­minó a la tumba de su madre, bajo el avellano, y suplicó:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata. Se vistió a toda prisa y corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron, y, al verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia y buscando lentejas en la ceniza. El príncipe salió a recibirla y tomándola de la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni la soltó de la mano y cada vez que se acer­caba otra muchacha a invitarlo, se negaba diciendo: "Esta es mi pareja"
Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el príncipe le dijo:
Te acompañaré –deseoso de saber de dónde era la bella muchacha. Pero ella se le escapó y se enca­ramó de un salto al palomar. El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella fo­rastera se había escondido en el palomar Entonces pensó el viejo: "¿Será la Cenicienta?", y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar. Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a la casa encontraron a Ce­nicienta entre la ceniza, cubierta con sus viejas ropas, mientras un candil de aceite ardía en la chimenea la muchacha se había dado buena maña en saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano allí se quitó sus hermosos vestidos y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó de reco­gerlos. Y enseguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.
Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta, cuando los padres y las hermanastras se hu­bieran marchado, la muchacha se dirigió al avellano y le dijo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
El pajarillo le envió un vestido mucho más esplén­dido aún que el de la víspera, y al presentarse ella en palacio tan magníficamente ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que la había estado aguardando, la tomó inme­diatamente de la mano y sólo bailó con ella. A las demás que fueron a solicitarlo, les respondía: "Esta es mi pareja".
Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la siguió, empeñado en ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que colgaban peras magníficas. Subióse ella a la copa con la ligereza de una ardilla, desapareciendo entre las ramas, y el príncipe la per­dió de vista. El príncipe aguardó la llegada del padre, y le dijo:
La joven forastera se me ha escapado; creo que se subió al peral.
Pensó el padre: "¿Será la Cenicienta?", y cogiendo un hacha derribó el árbol, pero nadie apareció en la copa. Y cuando entraron en la cocina, allí estaba Cenicienta entre las cenizas como tenía por costum­bre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del árbol, y, después de devolver los hermosos ves­tidos al pájaro del avellano volvió a ponerse su batita gris.
El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás, volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolito:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como más no se viera otro en. el mundo; con unos zapatitos de oro puro. Cuando se presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos dé admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que iban a solicitarlo les respon­día: "Esta es mi pareja".
Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quería acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez qué su admirador no pudo darle alcance. Pero esta vez recurrió a un ardid: mandó embadurnar con pez las escaleras de palacio, por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, quedósele el zapato izquier­do adherido a uno de ellos, Recogiólo el príncipe, y observó que era diminuto, gracioso y todo él de oro. A la mañana siguiente presentóse en casa del hom­bre y le dijo:
Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato.
Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas te­nían pies muy lindos. La mayor fue a su cuarto para probarse el zapatito, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir el dedo gordo; y al ver que el zapatito era demasiado pequeño, la madre, alargándole un cuchillo, le dijo:
¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no tendrá necesidad de andar a pie.
Hízólo así la muchacha; forzó el pie en el zapato, y conteniendo el dolor presentóse al príncipe. El la hizo montar a caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el palomar gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miróle el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, viendo que no era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato. Subió ésta a su habitación, y aun­que los dedos le entraron holgadamente, en cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre, alargándole un cuchillo:
Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reír: no tendrás necesidad de andar a pie.
Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a la fuerza el pie en el zapato, y reprimiendo el dolor presentóse al hijo del Rey. Montóla éste en su caba­llo y se marchó con ella. Pero al pasar por delante del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:
"Ruge di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va.
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre emanaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a su casa a la falsa novia.
Tampoco es ésta la verdadera –dijo–. ¿No te­néis otra hija?
No –respondió el hombre–, sólo de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es im­posible que sea la novia.
Mandó el príncipe que la llamasen; pero la ma­drastra replicó:
¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla.
Pero como el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse ella primero las manos y la cara, y entrando en la habitación haciendo al príncipe con una reverencia, y él tendió el zapato de oro. Sentóse la muchacha en el escabel se quito el pesado zueco y se calzó la chinela: le venía como pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en el acto a la her­mosa doncella que había bailado con él, y exclamó:
¡Esta sí que es mi verdadera novia!
La madrastra y sus dos hijas palidecieron de ra­bia, pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomas blancas:
"Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está.
Es la novia verdadera con la que vas."
Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se posaron en cada hombro de Cenicienta.
Al legar el día de la boda, presentáronse las trai­dores hermanas, muy zalameras, deseosas de con­graciarse con Cenicienta y participar de su dicha Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos picotazos, les sa­caron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo. Y de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para todos los días de su vida.