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martes, 14 de abril de 2009

EL ÚLTIMO ELFO -- LIBRO PRIMERO


SILVANA DE MARI
EL ÚLTIMO ELFO
1º EL ÚLTIMO






ARGUMENTO
En una tierra desolada, anegada por una lluvia torrencial, un pequeño elfo arrastra consigo el hambre, el frío y la desesperación de haber perdido a todos los suyos. Cuando siente que su final se acerca, dos humanos que no entienden nada de la misericordia, se hacen cargo de él. Aunque no pueden imaginarlo, salvando de la muerte al pequeño elfo salvarán el mundo. El elfo entenderá que sólo uniéndose a seres diferentes a él, menos mágicos pero más resistentes, podrá irradiar sobre el mundo la luz de la esperanza
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LIBRO PRIMERO
EL ÚLTIMO ELFO



Capítulo 1
Hacía días que llovía. El barro le llegaba hasta los tobillos. Incluso las ranas habrían terminado por ahogarse en aquel mundo transformado en un pantano, si no hubiera parado de llover.
Él, seguramente, habría muerto, si no hubiese encontrado pronto un lugar seco donde protegerse.
El mundo era frío. El hogar de su abuela había sido un lugar cálido. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. El corazón del pequeño elfo se encogió de nostalgia.
Su abuela decía que si soñaba con bastante fuerza, las cosas se hacían realidad. Pero la abuela ya no lograba soñar. Un día, la madre del pequeño elfo se había marchado al lugar del que no se vuelve y la abuela ya no logró soñar más. Y él era demasiado pequeño para soñar. O quizá no.
El pequeño elfo cerró los ojos durante algunos segundos y soñó lo más fuerte que pudo. Sintió en la piel la sensación de estar seco, de un fuego encendido. Sintió que los pies se le calentaban. Algo de comer.
El pequeño elfo abrió los ojos de nuevo. Sus pies le parecieron aún más helados, y su estómago aún más vacío. No había soñado con la fuerza suficiente.
Se acomodó la capucha mojada sobre su cabello húmedo. Llevaba una capa amarilla de elfo. El cáñamo amarillo de trama gruesa era pesado, áspero y no lo protegía nada. Más agua resbaló por su cuello y comenzó a bajarle por la espalda, por debajo de la chaqueta, hasta los pantalones. Todo lo que llevaba puesto era amarillo, áspero, estaba empapado, sucio, gastado y frío.
Algún día tendría vestidos suaves como las alas de un gorrión y cálidos como las plumas de un cisne, con los colores del alba y del mar.
Algún día tendría los pies secos.
Algún día la Sombra se marcharía de allí, el Hielo se retiraría.
El sol regresaría.
Las estrellas volverían a brillar.
Algún día.
El sueño de algo para comer volvió a ocupar sus pensamientos.
Recordó los panes de su abuela; de nuevo el alma se le encogió de tristeza.
La abuela había hecho pan una sola vez en la vida del pequeño elfo. Había sido en la última fiesta de luna nueva, cuando también a los elfos se les había repartido medio saco de harina, cuando la luna todavía brillaba.
Protegiéndose los ojos con una mano, el pequeño elfo trató de forzar la vista más allá de la lluvia.
La luz estaba disminuyendo. Dentro de poco oscurecería. Tenía que encontrar un lugar donde refugiarse antes de que cayera la noche. Un lugar donde refugiarse y algo de comer. Otra noche más en el barro con el estómago vacío, y no lograría amanecer con vida.
Sus grandes ojos se entornaron por el esfuerzo mientras vagaban entre los grises de los árboles que se alternaban con los de la tierra y el cielo; luego se posaron sobre una sombra más oscura que se insinuaba apenas. Su corazón se sobresaltó. Su esperanza renació. Se apresuró, tanto como pudo, con sus piernas cansadas, que se hundían en el barro hasta las rodillas, con sus ojos fijos en la sombra. Por un instante, mientras la lluvia arreciaba, temió que sólo se tratara de una mancha más oscura de árboles. Luego comenzó a distinguir el techo y las paredes. Sumergida entre los árboles, ahogada por las plantas trepadoras, había una minúscula construcción de madera y piedra.
Debía de ser un refugio de pastores o de carboneros.
La abuela tenía razón. Si suenas con bastante fuerza, durante bastante tiempo, si la fe te llena, tu deseo se hará realidad.
De nuevo la cabeza del elfo se llenó con el sueño de un fuego que lo calentaba. El olor a humo caliente con el perfume de la resina de los pinos le llenó la mente hasta tal punto que se calentó por algunos segundos. Los ladridos y gruñidos de un perro lo despertaron bruscamente. Se había confundido. No era un sueño. Era realmente el calor del humo y el perfume del fuego de los pinos. No estaba sólo en su cabeza. Se había acercado a un fuego de hombres.
Ya era tarde.
Las fantasías pueden matar.
El ladrido del perro le estalló en los oídos. El pequeño elfo comenzó a correr. A lo mejor podría lograrlo. Si lograba correr muy deprisa podría poner suficiente tierra y barro entre el perro y él. De otro modo, los hombres lo atraparían y eso de poderse morir allí en paz, de frío y de hambre, se convertiría en un sueño imposible. Uno de sus pies tropezó con una raíz, y se le quedó atascado en ella. Cayó de bruces en el barro. El perro se le echó encima. Era su fin.
El pequeño ni siquiera se atrevía a respirar.
Los segundos pasaron.
El perro le respiraba sobre el cuello, paralizándolo, pero aún no le había clavado los dientes en ninguna parte.
—Déjalo en paz —dijo la voz.
Era una voz seca, autoritaria. El perro soltó su presa. El pequeño elfo comenzó a respirar de nuevo. Levantó los ojos. El humano era altísimo. Tenía los cabellos amarillentos y enrollados como una cuerda. No tenía ningún pelo en la cara. Sin embargo, la abuela había sido categórica. Los humanos tienen pelos en la cara. Se llama barba. Es una de las tantas cosas que los distinguen de los elfos. El pequeño elfo se concentró para recordar, y de repente cayó.
—Tú ser un hombre hembra —concluyó triunfante.
—Se dice mujer, imbécil —dijo el humano.
—Oh, yo pedir perdón, mujer imbécil, yo poner más atención; ahora te llamo bien, mujer imbécil —dijo el pequeño, lleno de buena voluntad. El lenguaje de los humanos era un problema. Él lo conocía poco y ellos eran siempre tan terriblemente susceptibles, y su susceptibilidad desencadenaba su ferocidad. La abuela también había sido categórica al respecto.
—¿Muchacho, quieres terminar mal? —amenazó el humano.
El pequeño elfo se quedó perplejo.
Según la abuela, la ausencia total de cualquier tipo de pensamiento lógico, resumida más rápidamente por el término «estupidez», era la característica fundamental que diferenciaba la raza humana de la élfica; pero, a pesar de que la abuela había tratado de prevenirlo, la pregunta era tan incomprensible que lo desorientó.
—No, yo no querer, mujer imbécil —aseguró el pequeño elfo—, yo no querer terminar mal. Esto no estar entre mis planes —insistió.
—Si pronuncias otra vez la palabra «imbécil» te echo el perro encima; es un insulto —explicó la mujer, exasperada.
—Ah, ahora yo comprender —mintió el pequeño elfo tratando desesperadamente de entender cuál podía ser el sentido de esas palabras. ¿Por qué habría querido el humano ser insultado?
—¿Eres un elfo de verdad?
El pequeño asintió. Mejor hablar lo menos posible. Le echó una mirada preocupada al perro, que, en respuesta, gruñó.
—A mí no me gustan los elfos —dijo el humano.
El pequeño asintió de nuevo. El miedo se fundió con el frío. Comenzó a temblar. Ningún humano quiere a los elfos. La abuela siempre lo decía.
—¿Qué quieres? ¿Para qué te has acercado? —preguntó la mujer.
—Frío. —La voz del pequeño elfo se estaba quebrando. El frío, el cansancio y el miedo se juntaron. La voz comenzó a temblarle—. La cabaña... —La voz se le quebró de nuevo.
—No me hagas la escena del muerto de frío. ¿Eres un elfo, no? Tienes tus poderes. Los elfos no sufren de frío ni de hambre. Pueden dejar de sentir frío y hambre cuando lo deseen.
El pequeño necesitó un montón de tiempo para comprender el sentido de esas palabras, pero después lo entendió.
—¿De verdad? —cayó en la cuenta contento—. ¿De verdad yo saber hacer esas cosas? ¿Y cómo hacer para hacerlas?
—No lo sé —gritó la mujer—, tú eres el elfo. Somos nosotros, los escuálidos humanos, los tontos, los subdesarrollados, los que hemos sido hechos para el frío y el hambre. —La voz del humano se volvió realmente desagradable.
El pequeño elfo sintió que el miedo lo desbordaba, le llegaba a la garganta, seca como un desierto y hasta la cara, y se puso a llorar. No era un llanto de lágrimas, sino de lamentos y sollozos aterradores. La mujer sintió su desesperación y su miedo, como una sensación fría entre las vértebras y la piel de la espalda.
«Pero ¿qué he hecho mal?», se preguntó. El pequeño seguía llorando. Era un sonido desgarrador, que penetraba en el alma, con todo el dolor del mundo.
—Tú eres un niño, ¿verdad? —le preguntó luego.
—Uno nacido hace poco —confirmó el pequeño—. Señor humano —añadió, después de haber buscado un término que no pudiera sonar ofensivo.
—¿Tienes algún poder? —preguntó la mujer—. Dime la verdad.
El elfo siguió mirándola. Nada de lo que decía la mujer tenía sentido.
—¿Poderes?
—Todo aquello que puedes hacer.
—Ah, eso. Pues, muchas cosas. Respirar, caminar, ver, yo saber también correr, hablar..., comer cuando haber algo para comer... —El tono del elfo se volvió nostálgico y vagamente esperanzado.
La mujer se sentó en el umbral de la cabaña. Inclinó la cabeza y se quedó allí. Luego se levantó.
—Tampoco tendría nunca el valor para dejarte aquí fuera. Puedes entrar. Puedes quedarte junto al fuego.
Los ojos del pequeño elfo se llenaron de horror y comenzó a retroceder.
—Por favor, señor humano, no...
—¿Y ahora qué te pasa?
—El fuego no, me he portado bien. Por favor, señor humano, no comerme.
—¿Qué dices?
—No comerme.
—¿Comerte? ¿Y cómo?
—Con romero, creo. Mi abuela decir así, cuando ella estar viva. Si tú no portar bien, llegará humano y te come con romero.
—¿Eso decía tu abuela? ¡Qué amable!
La palabra «amable» entusiasmó al pequeño elfo. Ésa sí la conocía. Tuvo la impresión de estar moviéndose en terreno seguro. Sonrió.
—Sí, es verdad, así es. Abuela decir: «Humanos también caníbales, y ésta es la cosa más amable que poder decir sobre ellos».
Esta vez lo había hecho bien. Había logrado decir la frase justa. El humano no se enojó. Lo miró largo rato, luego se echó a reír.
—Ya tengo comida para esta noche —aseguró la mujer—, puedes entrar.
Lentamente, el pequeño elfo se arrastró dentro. De todas formas, fuera el frío lo habría matado. Muerto o muerto... Un fuego de pino ardía con todo su perfume de resina. Por primera vez en muchos días, el pequeño estaba en un lugar seco.
Sobre el fuego se estaba dorando una ¡mazorca.
El elfo la miró fijamente, casi en un trance.
Luego el milagro sucedió.
El humano sacó un cuchillo y, en vez de usarlo para degollarlo y prepararlo en estofado, cortó la mazorca y le dio un pedazo.
El pequeño se quedó con alguna duda sobre el humano. A lo mejor no era tan malo, aunque quizá lo estaba engordando mientras conseguía el romero. Sin embargo, igualmente se comió la mazorca. Se la comió grano por grano para hacerla durar el mayor tiempo posible. Ya era bien entrada la noche cuando terminó. También royó el zuro, luego se envolvió en su capa áspera y húmeda, y se durmió como un pequeño lirón junto a las llamas que danzaban.


Capítulo 2
El amanecer fue gris como todos los amaneceres. La luz se filtró entre los troncos de la cabaña en rayos tenues, atravesando las espirales de humo que todavía se levantaban de las brasas del fuego.
El pequeño elfo se despertó con una extraña sensación. Tardó algún tiempo en comprender, pero luego cayó en la cuenta: no tenía frío, no tenía mucha hambre y no tenía los pies helados.
La vida podía ser maravillosa.
El humano tampoco se lo había comido.
El pequeño se levantó muy contento.
Estaba cubierto con un chal de lana virgen. Era lana ordinaria, grisácea, más huecos que lana, pero era lana. El humano lo había cubierto.
Por eso no tenía los pies helados. Se preguntaba por qué el humano lo habría cubierto. Quizá porque si le daba la tos, no sería un bocado tan bueno.
El humano ya estaba despierto. Estaba atareado con las brasas. Con una especie de pala minúscula, estaba empujando algunas brasas dentro de una bola de hierro agujereada, que contenía un poco de paja y un buen pedazo de madera seca.
Toda la operación le pareció al pequeño de una estupidez desproporcionada, es decir, típicamente humana.
No hizo comentarios y se limitó a devolver el chal.
—Puedes quedarte con él —masculló el humano—. Anoche temblabas. —Colgó la bola de hierro humeante en un palo, la protegió con una especie de minúsculo trapo de pieles cosidas y se la echó a la espalda—. Yo voy hacia el condado de Daligar —le dijo bruscamente—. Está arriba, en el altiplano. Dicen que el agua corre hacia la parte baja y que allí todavía hay campos y cultivos.
Silencio. El pequeño elfo se estaba preguntando qué sentido tenía esa información.
Quizá era una forma de cortesía y él debía responder diciendo el lugar hacia el que se dirigía.
Lástima que él no se dirigiera a ninguna parte. Se estaba limitando a alejarse del lugar en donde estaba antes, que simplemente ya no existía o, más bien, sí existía, pero bajo una docena de pies de agua, barro y hojas podridas.
—¿Qué te pasa? ¿El gato se te ha comido la lengua?
—No haber gatos aquí, excelencia —dijo el pequeño. Había conseguido recordar finalmente el apelativo de respeto para los humanos. Su humano, además, parecía extremadamente loco, así que era mejor andar sobre seguro con el respeto—. Eso se llamar perro, excelencia..., y si él comer mi lengua, ahora tener sangre en... —comenzó a explicar respetuoso y paciente, pero el humano lo interrumpió.
—Está bien, está bien. Olvídalo.
El humano lo miró y emitió un suspiro, mientras sacudía la cabeza. Tal vez tenía alguna enfermedad que no le permitía respirar bien.
—Quizá la inteligencia y la magia lleguen más tarde. Como las muelas del juicio.
—¿Como qué cosa, alteza? —preguntó el pequeño, alarmado por la palabra «muelas». ¡Si sólo pudiera estar seguro de cuál era la fórmula de cortesía!
—Las muelas de aquí atrás, aquellas que salen después de todos los otros dientes.
Ella se las mostró. Fue una pésima idea. El pequeño comenzó a llorar de nuevo.
—Tú haber dicho que tú no comer a mí, majestad —gimoteó.
El humano suspiró de nuevo. Debía de tener realmente alguna enfermedad.
—En efecto, lo dije —dijo con alegría—. Entonces no hay nada que hacer, ya no puedo comerte.
Le chasqueó los dedos al perro y se dirigió hacia la puerta. El pequeño elfo sintió tristeza. Aunque imprevisible y loco, el humano, sin embargo, era algo; algo mejor que estar sólo consigo mismo hasta donde llega el horizonte. Además, a lo mejor todavía tenía algún pedazo de mazorca. El corazón del elfo se encogió de nuevo y sintió que la tristeza lo llenaba todo, como la oscuridad cuando llega la noche.
La puerta era ordinaria, de tablas de pino mal cortadas y mal pegadas, pero tenía unos buenos goznes de bronce.
—Ésta debe de ser una cabaña de cazadores o mercaderes de pieles—dijo el humano—, no de simples carboneros.
El perro salió corriendo, completamente feliz bajo la lluvia.
El humano, en cambio, se quedó bajo el umbral observando la cabaña. Levantó los ojos hacia las tejas de piedra, que estaban en buenas condiciones, y hacia los pedazos de madera que estaban metidos entre las piedras de la parte baja para disminuir las corrientes de aire. Estaban bien secos, sin moho y con los ángulos sin lijar, llenos de astillas.
—Esta cabaña no está abandonada —comentó—. De un momento a otro los propietarios podrían regresar.
El pequeño elfo empezó a entender el sentido de la conversación.
—¿Ellos comer a los elfos?
—Seguramente no los quieren. Si yo estuviera en tu lugar, no me quedaría aquí para averiguarlo —dijo el humano.
El pequeño elfo salió afuera más rápidamente que el perro.
Se pusieron en camino.
—¿Tienes un nombre?
—Sí —repuso el pequeño con convicción.
El humano emitió de nuevo ese gracioso suspiro.
—¿Y cuál sería ese nombre?
Recordó las lecciones de gramática humana que la abuela le había dado.
—No, no «sería». «Sería» es para cosas inciertas, en cambio un nombre es algo seguro. Cualquiera estar seguro de su nombre, por lo tanto tú no deber preguntar cuál «sería», excelencia, sino cuál «es... ».
—¿Y cuál es ese nombre? —gritó la mujer—. Está bien, está bien, no grito más, lo prometo. No te pongas a llorar otra vez. No grito Y no te como. ¿Cómo te llamas?
—Yorshkrunsquarkljolnerstrink.
—¿Puedes repetirlo? —pidió el humano.
—Sí, claro, yo poder—confirmó el pequeño, complacido.
El humano suspiró de nuevo. Realmente tenía que estar enfermo.
—Repite —dijo.
—Yorshkrunsquarkljolnerstrink.
—¿Tiene un diminutivo?
—Claro, yo tener.
Pausa y un nuevo suspiro gracioso del humano. La conversación con ellos era realmente un tormento, la abuela se lo había dicho.
—¿Y cuál es ese diminutivo?
— Yorshkrunsquarkljolnerstrink.
—Cómo no —dijo el humano, que de repente pareció cansadísimo.
Sin duda, debía de estar enfermo.
—Te llamaré Yorsh —concluyó el humano.
Sacudió de nuevo la cabeza.
—Probablemente debo de haber hecho algo terrible en mi vida anterior y ahora lo estoy pagando —refunfuñó.
Esto por lo menos tenía sentido. He ahí por qué el humano era tan estúpido y loco: había utilizado ocho preguntas sólo para averiguar cómo se llamaba. Pero estar solo en aquella tierra era en verdad extremadamente terrible. Y además, el chal de lana lo había calentado un poco, antes de que se empapara.
—Yo me llamo Sajra —dijo la mujer.
Yorsh se puso a su lado, contento con esa presentación.
—¿Cómo se llama el perro?
—No tiene nombre —respondió la mujer—, se llama perro y basta. Es un sonido corto y no tuve que pensar mucho para encontrarlo.
Al pequeño le pareció muy triste que una criatura viviente se quedara sin nombre propio, que fuera designada con uno común como si se tratara de un árbol o de una silla, pero ahora que conocía la irritabilidad de la mujer decidió callarse sus observaciones.
En todo caso, él no dejaría a la criatura sin nombre. Le daría un nombre dentro de su cabeza. Sólo debía pensarlo bien, un nombre no se escoge a la ligera. El nombre es el nombre. Una responsabilidad importante.
La lluvia seguía cayendo.
Caminaban lentamente debido al barro.
La mujer tenía las piernas más largas que el elfo. Yorshkrunsquarkljolnerstrink tenía que correr para seguirle el paso y estaba agotado. Ya casi no le tenía miedo al perro e incluso se había atrevido a tocarlo para apoyarse en él. El perro le había dejado hacerlo.
—¿Tú tener todavía una cosa con los granos amarillos? —preguntó discretamente el pequeño.
—Todavía tengo una mazorca, pero quiero dejarla para esta noche.
—Si nosotros morir en el pantano antes de esta noche, ¿quién comer la mazorca?
—¿Ya tienes hambre?
—Sí. Yo tener ham..., no, yo tengo hambre.
—Muy bien, aprendes rápido. Entonces aprende esto. Si nos comemos la mazorca ahora, será terrible no tener nada para esta noche.
—A lo mejor el mundo se acabe antes de esta noche. A lo mejor nosotros nos acabemos antes de esta noche. A lo mejor yo me acabo antes de esta noche.
—Cállate y camina. Usa tus fuerzas para caminar.
—Yo lograr, no, yo logra... mmmh, no, yo logro hacer dos cosas a la vez, caminar y hablar de la mazorca. Al contrario, menos esfuerzo si nosotros habla.
—Silencio —dijo la mujer. El tono había cambiado.
—Pero...
—Silencio —susurró la mujer. Se arrodilló junto al pequeño elfo para estar menos alta, menos visible. El perro gruñó. Los ojos de la mujer continuaron explorando el cañaveral y los pantanos que rodeaban el sendero.
—Está bien, nosotros comer esta noche. Tú no enfurece…
—¡Corre! —gritó la mujer. Se levantó, cogió al pequeño del brazo y comenzó a correr—. ¡Por aquí! —le gritó al perro, que también se echó a correr con ellos. El pequeño elfo se cayó, se levantó y se cayó de nuevo. Se echó a llorar.
—No enoje, no enoje, nosotros coma esta noche.
—Nos están siguiendo —le explicó la mujer, con el último aliento que le quedaba y sin dejar de correr—. ¿Ves esa colina allá abajo? Yo tengo las piernas más largas. Iré por la parte de abajo y haré que me sigan a mí. Tú ve por en medio de las zarzas y mantén a salvo el fuego. Toma. Nos vemos en la colina.
La mujer le dio el bastón con la bola de metal y se echó a correr. Mientras escapaba, quebraba ramas y emitía sonidos roncos. El pequeño elfo se agazapó entre las zarzas y se quedó allí mientras su corazón se calmaba.
Se preguntó quién los seguiría. Quizá los propietarios de la cabaña donde habían pasado la noche. Quizá se habían ofendido por la intrusión. Quizá tenían el romero y les faltaba un pequeño elfo para completar.
El miedo le atenazó las entrañas.
Barrió con sus ojos los cañaverales bajo la fina lluvia, pero no vio a nadie.
El miedo comenzó a diluirse lentamente y se convirtió en tristeza.
De nuevo estaba solo; de nuevo, de ahí hasta donde llegaba el horizonte, sólo estaba él.
Recordó que la abuela lo cogía en brazos mientras hervían las castañas en la olla.
La tristeza llenó todo su ser, luego comenzó a convertirse en desesperación.
Recordó a la mujer humana que, aunque lo aterrorizaba, le había dado la mazorca, y eso ya era algo. Mejor que estar nuevamente él solo. Él solo, hasta el horizonte. Volvió a lamentarse en silencio, dentro de su cabeza, sin emitir ningún sonido que interfiriera para nada con el sonido de la lluvia que caía ligera.
Pensó que si alguna vez volvía a ver al perro podría llamarlo «Alguien que respira junto a ti», pero la mujer había dicho que para un perro era mejor un nombre corto, y éste no lo era.


Capítulo 3
La luz se estaba acabando cuando la mujer llegó a la colina.
El corazón del pequeño elfo se calmó.
La mujer estaba sin aliento. Se dejó caer en el barro. El perro estaba con ella.
—Era un cazador —dijo la mujer jadeando—. Con un arco. Lo he visto. Hemos logrado dejarlo plantado.
—Ohhhhhhhhhhhhh —dijo el pequeño realmente impresionado—, ¿quieres decir que después el trigo crecerá encima de él?
—Claro que no —explicó la mujer exasperada—, sólo quiero decir que lo he dejado atrás.
—¡Ahhhhhhhhhhhh! Ya lo entiendo —mintió el pequeño: ¿por qué la lengua incomprensible de los humanos tenía más de un significado para un mismo sonido? ¡Pero claro! ¡La estupidez! Debía recordarlo.
—¿Qué es un arco? —continuó informándose.
El perro comenzó a gruñir de nuevo.
—Sujeta el perro —dijo la voz.
El pequeño elfo comprendió lo que era un arco: una rama curva con una cuerda muy tensa atada para poder lanzar el palito con la punta de hierro contra el corazón de la mujer.
El cazador era aún más alto que la mujer. Tenía pelos oscuros por todas partes, encima y alrededor del rostro; él sí tenía barba. Llevaba ropa que parecía abrigadora, más abrigadora que la de tela, y de la cintura le colgaba una impresionante colección de puñales y un hacha. Había aparecido de repente por detrás del elfo. Mientras la mujer creía que lo había dejado atrás, el cazador había dado la vuelta por el otro lado, a través del bosque.
Él y la mujer se miraron fijamente, después la mujer llamó de nuevo al perro.
El cazador bajó el arco.
—Sólo quiero un poco de fuego. El mío se ha apagado. Sólo quiero volver a encender mi mecha. He visto que tienes una.
La mujer lo miró.
—¿Nada más?
—Nada más.
Se miraron durante largo rato, luego la mujer asintió.
—Dale el fuego —dijo—. Oye, te estoy hablando a ti. Dale el fuego. Pero ¿dónde lo has puesto?
—Lo he escondido allá abajo —dijo el pequeño.
—¿De verdad? —dijo la mujer—. Pues buena idea. ¿Exactamente dónde lo has escondido?
—Ahí, en el charco, debajo del agua, así nadie lo puede ver —dijo el pequeño, feliz.
Era tan hermoso ser aceptado. Recordó cuando la abuela lo sostenía en sus brazos y le decía que era el mejor pequeño elfo del mundo. La felicidad lo invadió, como cuando el viento de la primavera se llevaba las nubes del invierno.
Trotó muy alegre colina abajo. La lluvia había parado. Una pálida raya azul apareció entre las nubes y se reflejó en el agua del pantano, donde el pequeño se agachó para extraer con aire triunfante el bastón con la bola de hierro. De la bola caían pequeños ríos de agua. El hombre y la mujer lo habían seguido y lo miraban sin decir ni una palabra. La mujer se sentó sobre un tronco y puso la cabeza entre las manos.
—Has hecho que se apagara —dijo con voz ahogada.
—¡Sí, cierto, así es más fácil esconder!
Hizo un movimiento con los brazos para explicar el «esconder».
El chal se le cayó, revelando sus ropas amarillas.
—Es un elfo —dijo el cazador, estupefacto.
—Sí, en efecto, es un elfo —confirmó la mujer con voz inexpresiva.
—¿Estás buscando problemas? —preguntó el hombre.
—No, me tropiezo con ellos, pero no a propósito.
—¿Tiene poderes?
—No, es una especie de niño.
—Uno nacido hace poco —confirmó el pequeño.
El hombre no tenía intención de desistir. Fue hacia el pequeño.
—¿Sabes encender un fuego?
—Síííííííí, creo que sí. Nunca lo he hecho, pero todos saben encender un fuego.
La mujer levantó la cabeza y lo miró asombrada.
—Entonces enciéndelo —le pidió el cazador.
Tenía una voz más profunda que la mujer.
El pequeño posó su mano sobre la bola de hierro seca que el cazador había sacado de su alforja. Dentro había paja. Cerró los ojos. La imagen del fuego llenó su mente. El olor del fuego llenó su olfato. La tibieza del fuego regresó a su memoria.
Cuando abrió los ojos, el fuego brillaba dentro de la bola.
La mujer estaba boquiabierta.
—¿Sabes encender un fuego sin yesca?
—Síííííííííí.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Tú no preguntó.
—¡Te pregunté si tenías poderes!
—Sí. Yo respondo, habló de grandes poderes: respirar, comer, estar vivo. El fuego encendido es un pequeño poder. Basta subir la temperatura y nace el fuego. Todos saber hacer esto.
—Yo no —dijo la mujer.
—¿Nooooo? —El pequeño estaba pasmado—. No es posible. Todos saber...
—¿Y si supiéramos encender el fuego para qué cargaríamos con las bolas de hierro?
—Porque sois humanos —explicó el elfo serenamente—. Sois estúpidos.
—¿Estás pagando por una vida anterior o hay otro motivo por el cual cargas con un elfo? —El hombre parecía cada vez más perplejo—. A parte del placer de su compañía, en la primera aldea os eliminarán a ambos. A la gente no le gustan los que encienden el fuego con el pensamiento.
—¿Por qué no? Ser más cómodo que llevar bola con fuego adentro.
—Podrías quemar a una persona, una casa. Una casa con una o dos o quince personas adentro. —La idea era tan atroz que el pequeño elfo cerró los ojos y gimió de dolor. Vio en su cabeza los cuerpos quemados, incluso sintió el olor de la carne quemada. El horror lo venció. Comenzó a vomitar. Finalmente se recuperó y se puso a llorar. No era su habitual secuencia de aullidos y chillidos, sino un largo llanto, lleno de gemidos agudos y gritos desgarradores.
—¡Hazlo callar! —gritó el hombre—. Hazlo callar. ¡Es insoportable!
—¿Has visto lo que has hecho? —gritó la mujer—. Te lo juro, pequeño, todo está bien, no ha pasado nada. Sólo fue por decir algo.
—¡Sólo por decir algo! —El pequeño estaba indignado. En todo caso funcionó. Dejó de llorar—. Cómo osar, cómo poder, cómo poder osar decir cosas tan dolorosas sólo por decir algo.
Comenzó a llorar de nuevo. Esta vez era su habitual secuencia de aullidos desgarradores.
El hombre se sentó sobre un tronco. También él debía de tener una enfermedad porque suspiraba igual que la mujer. El cielo continuó despejándose. Empezaron a aparecer las estrellas, las primeras que se veían en semanas.
—Tengo un conejo —dijo el hombre—, lo he cazado esta mañana. Me habéis dado el fuego, yo tengo un conejo y ha parado de llover. Acampemos aquí y comamos algo. Me llamo Monser.
Hubo un poco de silencio, sólo un poco.
—Sajra —dijo la mujer.
También el pequeño dejó de lamentarse y dijo su nombre.
—¿Está resfriado? —preguntó el hombre.
—No, no ha estornudado, ése es su nombre.
—¿También el conejito tiene granos como la mazorca? —preguntó Yorsh, que se animó rápidamente con la palabra "Comer».
El hombre se echó a reír.
—No —dijo—, el conejo tiene una piel bonita, ¡con la que después se pueden calentar los pies, mira! —Abrió su alforja para que el pequeño pudiera mirar.
Yorsh puso sus manos en los bordes del morral y miró, feliz, adentro. La idea de algo que llenara el estómago y también calentara los pies era simplemente paradisíaca: ni siquiera la abuela, que todo lo sabía, le había hablado de semejante tesoro. Quizá los humanos no eran, después de todo, tan... Un largo grito atravesó el pantano.
Un grito largo, atroz, cargado con todo el dolor del mundo.
—Es un cadáver —gritó el pequeño elfo—. Mira, lo ha golpeado con el palo que tiene la punta. Ahora está muerto. ¿Queréis comeros un cadáver?
—¿Por qué?, ¿vosotros os coméis los conejos vivos? —El hombre estaba exasperado.
—Los elfos no comemos nada que haya pensado, que haya corrido, que haya sentido hambre y que haya temido a la muerte. La abuela decía que los humanos comen seres que han estado vivos. Con romero. ¿Hay romero por aquí? Yo no quiero ser comido. —El pequeño se sumió de nuevo en su lamento desgarrador.
La mujer se agarró la cabeza con las manos.
—¿Exactamente qué fue eso tan atroz que hiciste en tu vida anterior?, ¿vendiste a tu madre? —preguntó el hombre.
—Creo que es mejor que te vayas. Gracias por ofrecernos el conejo. No importa. Ya tienes fuego. Bueno, adiós.
—No querrás renunciar a un pedazo de conejo por eso que está allá, ¿verdad?
—Lo sé, es una locura, pero no soporto oírlo llorar. Te lo ruego, vete.
—No puedo irme —dijo el hombre, indeciso.
—¿Por qué?
—No puedo dejar a una mujer joven en el pantano. Ya es bastante peligroso que estés sola, ¡pero además cargando con eso a cuestas!
—Gracias, noble señor, pero hasta ahora me las he arreglado sola, no necesito ayuda. Recoge tu...
—Pero ¿qué está haciendo?
La mujer se volvió a ver. El pequeño había agarrado al conejo entre sus brazos y lo acariciaba lentamente. Sus dedos se detenían donde la piel estaba empapada de sangre. Tenía los ojos cerrados y una expresión ensoñadora. Había dejado de llorar.
—Pero ¿qué haces? —preguntó la mujer.
—Pienso.
—¿Piensas? ¿Y en qué piensas?
—En él, en el conejio.
—«Conejo».
—Conejo. Pensaba en cómo respiraba. Corría. Él... sí, él sentía los olores y arrugaba su nariz. El último olor que sintió fue el de las hojas húmedas y el de los hongos. No olió al cazador. Había olor a hierba mojada y a hongos, sí, un buen olor... Pienso en cómo respiraba... En la sangre que corría dentro de él...
El conejo tembló, abrió los ojos y los mantuvo abiertos y aterrorizados durante un instante; luego se sacudió, se tiró al suelo y se echó a correr. Esquivó los pies del cazador, pasó por entre las patas del perro, saltó sobre el tronco donde estaba sentada la mujer, y después de un último desvío, desapareció para siempre en el cañaveral.
El pequeño elfo se preguntó si «Conejo» sería un buen nombre para el perro. Quizá no; se parecían un poco, pero la forma de la cola no tenía nada que ver.
El hombre y la mujer se quedaron un largo rato mirando el punto por donde había desaparecido la cola blanca del conejo. El pequeño elfo parecía agotado. Estaba acurrucado en el suelo, temblando; luego comenzó a recuperarse lentamente. El perro se encogió a su lado, y Yorsh lo abrazó.
Oscureció por completo.
Las estrellas comenzaron a brillar sobre el agua del pantano, como un segundo firmamento irregular e interrumpido por los penachos de las cañas.
Era la primera noche clara después de innumerables lunas.
—¿Además de haber vendido a tu madre, también vendiste a alguno de tus hermanos menores? —preguntó el hombre.
En vez de contestarle, la mujer se volvió hacia el elfo.
—¿También sabes hacerlo con personas?
—¿Los humanos, los elfos y los troles? Claro que no. Se puede hacer sólo con las criaturas pequeñas que tienen pocas cosas en la cabeza: el olor del agua, el color del cielo. Lo que es realmente fácil es revivir moscas, moscones y mosquitos, basta con acariciarlos y soñar por un instante con su vuelo para que vuelvan a zumbar.
—¿De verdad? —dijo el hombre—. ¡Qué bonito! Alguien que salva mosquitos es una compañía valiosísima durante el verano. Alguien que sabe resucitar mosquitos, que reanima la cena, la única cena que tenía... Eres el sueño de mi vida. ¿Cómo he podido vivir sin ti?
—¿Sabes hacer otras cosas? —preguntó la mujer—. No sé, ¿sabes multiplicar las mazorcas? Tenemos una, ¿puedes hacer que se convierta en tres? ¿O en cinco?
Eran realmente tontos. El pequeño pareció receloso.
—Pues claro que no, la materia nunca se puede multiplicar.
—¿Y revivir un conejo muerto?
—Eso sí puede hacerse. Una criatura muere cuando desaparece su energía.
—¿Su qué?
—Su fuerza. También el fuego se apaga cuando pierde su fuerza. Revivir una criatura es como encender un fuego: sólo una pequeña transferencia de energía, desde dentro de mi cabeza hacia fuera de mi cabeza.
El cazador se volvió hacia la mujer.
—Vete —le dijo—. Vete, es peligroso. Déjalo aquí y vete.
—No puedo, es... pues, sí, es sólo un niño.
—Un cachorro —corrigió el hombre.
—Uno nacido hace poco —precisó el pequeño.
Se hizo un silencio. La mujer sacudió la cabeza.
—Bueno, señores —dijo el hombre—, ha sido un verdadero placer conocerlos, me atrevería a decir que una auténtica diversión. No quiero que toda esta felicidad me siente mal, por lo tanto retomo mi camino de horrendo cazador que aplasta los mosquitos por gusto, sobrevive comiendo conejos y prospera vendiendo sus pieles. Espero que, si mi camino vuelve a cruzarse con el de ustedes, tenga tiempo de escapar antes de que me vean.
El pequeño elfo parecía interesado en ese descubrimiento.
—Ah, ¿de verdad? ¿A los humanos la felicidad no les sienta bien? ¡Por eso se esfuerzan tanto en estar mal! ¡No es sólo que sean estúpidos!
—No —respondió el cazador—, los humanos en general buscan ser felices. Lo que he dicho se llama «ironía». Me voy de aquí porque vuestra compañía me impide ser feliz o simplemente comerme mi conejo. Pero, en vez de decir una cosa, digo la contraria. Los humanos a veces hacemos eso. ¿Lo entiendes?
—Sí, claro —mintió el pequeño. Eran realmente estúpidos. Locos y estúpidos. Sin esperanza.
—Espera —dijo la mujer—, yo te doy mi mazorca. Por nuestra culpa has perdido tu conejo.
Sacó de su alforja la última mazorca y se la ofreció. El pequeño vio cómo los granos amarillos cambiaban de propietario. Sus ojos dejaron de resplandecer y la tristeza le cubrió todo el rostro, pero no se atrevió a rechistar.
—¿Es la única que tienes?
—Sí —respondió la mujer. También ella tenía el rostro de alguien que acababa de enterrar a su madre. A su madre y a sus hermanos menores.
El cazador lo pensó, luego se quitó el carcaj y el arco que llevaba en bandolera y se sentó sobre la única piedra plana de toda la colina.
—Bueno, de todos modos el conejo ya se ha ido. Me quedo aquí por esta noche, y partimos un pedazo para cada uno.
El cielo se oscureció de nuevo, pero no volvió a llover. Acamparon sobre una roca seca. La mazorca se doró. El cazador la partió en tres y se la comieron lentamente, un grano tras el otro, y luego el pequeño se durmió como una pequeña marmota. Antes de dormirse, pensó por un instante en un nombre para el perro: «El que corre con el viento» le pareció bonito, pero no estaba seguro de que, por ser tan largo, fuera aceptable. Después de que el sueño lo venciera, el cazador lo cubrió con su chaqueta de piel para calentarlo.
También le colocó la chaqueta sobre la cabeza, sobre los ojos, las orejas, la nariz. Luego agarró una alforja más pequeña que tenía debajo del carcaj, y de allí sacó una codorniz. La desplumó con movimientos furtivos y silenciosos. La mujer lo ayudaba como podía. Pusieron el pájaro en el fuego, que estaba a sotavento del pequeño elfo, y cuando por fin la codorniz estuvo cocinada, o menos cruda pero comestible, se la comieron. Esta vez comieron deprisa y en silencio, como dos ladrones, y mirando, continuamente y con preocupación, el bulto del pequeño elfo que dormía. Cuando terminaron, le dieron los huesos al perro, que, feliz, los hizo desaparecer dentro de su boca. Luego juntaron todas las plumas y el cazador se alejó para cavar un hueco minúsculo y hacerlas desaparecer dentro.
Después, finalmente se durmieron.

Capítulo 4
El alba surgió un poco menos gris que de costumbre. De nuevo, no llovía y había un débil vestigio de azul pálido.
El hombre fue el primero en levantarse. Se estiró, respiró profundamente y pensó que el aire tenía un olor agradable. A hojas húmedas y a hongos. Un olor agradable. Miró dormir a la mujer y al pequeño elfo. Recogió sus cosas, se las echó a la espalda junto con el bastón que llevaba la bola de hierro, recuperó la chaqueta de piel que había envuelto alrededor del pequeño elfo y se marchó. Mientras descendía la colina se volvió y vio todavía allí a la mujer y al pequeño elfo, dos bultos alrededor del fuego que quedaba. El pequeño elfo temblaba de frío. Aun a esa distancia podía verse. El hombre regresó y de nuevo envolvió al pequeño en la chaqueta y luego atizó el fuego. Finalmente se puso en camino otra vez. En la mitad de la colina se volvió nuevamente y vio los dos bultos cerca del fuego. Caminó casi un kilómetro más y miró otra vez. Las luces de las llamas se fundieron con la luz del sol naciente, que después de muchos meses apareció por primera vez en el horizonte durante algunos minutos: aun a esa distancia podía verlos. El hombre se quedó un largo rato mirándolos; luego, lentamente, paso a paso, regresó.
Se sentó sobre una piedra y esperó.
El primero en despertarse fue el pequeño elfo.
Un grito largo y agudo atravesó el pantano. Lleno de todo el dolor del mundo.
El pequeño elfo gritó un buen rato contra ese horrible trapo hecho con pieles de cadáveres. El grito se prolongó y luego se perdió dentro de otros gritos que se entrelazaron con el eco de los anteriores, mientras que el sol aparecía, desaparecía y aparecía de nuevo, hasta que comenzó a llover otra vez.
Reanudaron la marcha. Una de las plumas de la codorniz comenzó a flotar con el viento y fue identificada inmediatamente como perdida por una codorniz muerta (debido a su olor o quizá a los pensamientos que evocaba; esto no se aclaró). A continuación hubo una larguísima serie de lamentos desgarradores.
En su dolor, el pequeño no vio una raíz y se tropezó con ella. Enseguida comenzó un lloriqueo sosegado que se prolongó hasta el mediodía. En ese momento el cazador amenazó con ensartarlo como un pincho si no dejaba de llorar, y esto provocó una serie de chillidos aterrorizados que duraron hasta la noche.
Comenzaba a oscurecer cuando el pequeño elfo percibió que tenía un hambre considerable. Era un tipo de hambre que nacía dentro de la barriga y llegaba hasta la cabeza, pasaba por los pies fríos y de alguna manera también por las orejas heladas. Describió con todo detalle la sensación que experimentaba dentro de sí, sin lograr decidir si se trataba simplemente de un vacío, una carencia o una verdadera entidad negativa.
Después la conversación se transformó en un discurso sobre el sufrimiento en general, que tampoco quedaba claro si era una entidad negativa independiente, o si era simplemente una falta de alegría, o solamente una falta de bienestar, pues, para ser más precisos, la falta de bienestar es en general un sufrimiento mayor que la simple falta de alegría, y la falta de alegría, de hecho, puede constituir una situación estable, o por lo menos casi normal. En cambio, a propósito del sufrimiento como entidad independiente, ¿alguna vez les había contado cuando se clavó una astilla debajo de la uña del dedo gordo del pie derecho? ¿O era del izquierdo? Ah, no, era del derecho, sí, ahora que lo pensaba bien estaba seguro, se había clavado una espina y la abuela se la había sacado con una aguja, ¡una aguja! Todavía se sentía mal cuando lo recordaba; había sido terrible, ¡terrible! Y además aquella vez que se había caído y se había hecho una herida en el codo. La sangre le había salido desde dentro desparramándose hacia fuera. Una cosa horrible, ¡horrible! Fue el codo izquierdo. Y la uña fue la del dedo del pie derecho, ahora estaba seguro. Allí incluso le había quedado la cicatriz, en el codo, quería decir. ¿Querían verla? La cicatriz. ¿Estaban seguros de que no querían verla?
Mientras el pequeño se extendía sobre la tercera vez que había tenido un resfriado y en la cantidad, color y densidad del moco que sacaba por la nariz durante los diferentes momentos de la evolución de su enfermedad, encontraron unas matas verdes que, tanto la mujer como el cazador, identificaron como romero. A partir de ese momento, por primera vez desde el alba, el pequeño elfo se calló.
De repente, cuando estaban cruzando un bosque de castaños y alerces en la falda de una colina, después de una curva, apareció Daligar. Estaba en el extremo de un pequeño valle, sobre las dos riberas de un pequeño río de aguas caudalosas. Parecía salido de un cuento. Había muchas casas y todas tenían luces en las ventanas, que iluminaban los palos puntiagudos y afilados que protegían los muros exteriores. Todas las ventanas se reflejaban en el agua oscura y, como si eso no fuera suficiente, había más fuegos, uno sobre cada una de las torres intercaladas en los murallones que rodeaban la población, y en las que se encontraban los arqueros. Y sobre los murallones había antorchas, una a cada seis pasos, frente a las parejas de alabarderos. Todas estas luces se reflejaban en el agua del foso. El puente levadizo estaba levantado, y éste, al igual que los murallones y las torres, tenía unos palos afilados que apuntaban hacia el exterior, lo que le daba a la pequeña ciudad el aspecto de un gigantesco puercoespín.
El cazador se quedó contemplándolo todo.
—No parecen muy amigables —comentó.
—Claro que sí —objetó el pequeño—. La gente enciende luces cuando espera a los amigos. Donde hay tantas velas, también hay mazorcas. Este lugar debe de ser hermoso. ¡Debe de haber mesas con mazorcas y también castañas y además velas! Quizá también haya platos. A lo mejor una cama de verdad. Grandes chimeneas. ¿Vamos?
—No, ahora durmamos, y mañana nos vamos rápidamente, pasando de largo.
—¿Por qué?
—Porque su amigable puente levadizo iluminado como un pastel de cumpleaños está cerrado como una concha cerrada. Porque parece uno de esos lugares donde es difícil entrar y aún más difícil salir.
—¿Qué es una concha?
—Una cosa que está en el mar, el agua que está al otro lado de las montañas de las tinieblas.
—¿Se come?
—¡De ninguna manera! Las conchas están vivas, nacen, mueren, piensan y se las arreglan también para escribir poesía. Aparte del puente levadizo y la empalizada, tú eres un elfo, y los elfos sólo pueden estar en Lugares para Elfos, y éste no lo es. Si aparecemos allí contigo, terminaremos colgados de uno de esos torreones antes del amanecer. Prefiero no averiguar qué fin tendrías tú, porque aquellos como tú que se dejan pescar fuera de un Lugar para Elfos tienen un final desagradable, ¿sabes? Realmente desagradable.
Descargaron sus fardos y comenzaron a recoger leña y pifias para el fuego. El cazador cortó dos ramas grandes y las colocó una contra otra para formar un minúsculo refugio, una especie de madriguera que los protegiera un poco durante la noche. La mujer buscó musgo, helechos y hierba seca para rellenarlo y así poder dormir sobre algo mullido.
—A propósito —dijo la mujer—, los elfos han estado en los Lugares para Elfos desde tiempos inmemoriales. Creo que existen condenas, que no son cosa de risa, si uno de vosotros sale fuera de allí. ¿Qué haces tú vagando por el mundo?
—El Lugar para Elfos donde estaba se inundó —respondió el pequeño. El recuerdo le encogió el alma. Su cara se descompuso nuevamente, y los ojos se le apagaron por la tristeza y se volvieron vagamente grisáceos, de modo que el azul fue desvaneciéndose en ellos como el color del cielo en un lodazal.
—¿Se inundó? ¿Había agua por todas partes?
—Sí, todo estaba bajo el agua; luego la abuela me dijo que me fuera.
—¿Que te fueras hacia dónde?
—No lo sé. Que me fuera.
—¿Pero tu abuela no sabía algo de magia? No sé, calentar el agua para hacerla desaparecer igual que desaparecen los charcos en verano, o algo por el estilo.
—Puedes hacer eso con un poco de agua. Un cuenco de agua. Pero no si el agua es tanta como para inundar el mundo. Y además también mamá se había ido al lugar de donde nunca se regresa. Para mí era mi madre y para la abuela era su hija. Y la abuela ya no volvió a hacer magia. Cuando uno tiene mucha tristeza, la magia se ahoga dentro, como las personas en el agua. La abuela sabía cómo se hacía: si piensas con fuerza en las cosas, éstas se vuelven realidad. Pero si dentro hay tristeza, lo único que sale de la cabeza es tristeza. Si estás triste, no enciendes ni siquiera el fuego. Nosotros teníamos fuego porque siempre estaba en la chimenea. Si ésta se hubiera apagado, nos habríamos quedado sin fuego, porque la abuela ya no tenía la fuerza y yo era demasiado pequeño. Luego llegó el agua y apagó también el fuego de la chimenea y luego llegó más agua y luego más y la abuela me dijo: «Vete».
«¿Irme a dónde?», pregunté yo. «A cualquier lugar que no sea éste», dijo ella. «El agua ha arrasado también los puestos de guardia. No te detendrán. Ve. Yo ya estoy demasiado vieja, pero tú puedes lograrlo. Vete y no mires hacia atrás». Y yo me fui. Un paso tras otro, por el barro y por el agua. Sin embargo, miré hacia atrás. En el Lugar de los Elfos, las cabañas no tienen puertas y tampoco ventanas, sólo grandes huecos abiertos por los que se podía ver a la abuela sentada en su silla y el agua que subía, y ella estaba ahí y el agua subía y luego sólo se vio el agua.
El pequeño se puso a llorar otra vez, una serie de lamentos débiles, silenciosos, casi imperceptibles.
El hombre y la mujer encendieron el fuego usando la yesca del cazador. Luego, al buscar en el bosque, encontraron un puñado de castañas. Las doraron y se las dieron casi todas al pequeño elfo, porque ambos notaron que, curiosamente, no tenían hambre.
El pequeño se las comió lentamente, una por una, para hacerlas durar más tiempo, y su tristeza se desvaneció dentro de la pulpa clara de las castañas.
Antes de dormirse pensó en un nombre para el perro, que tenía el mismo color de las castañas, pero corría y ladraba, mientras que las castañas estaban quietas y calladas y nunca se acercaban a lamerte la cara y tampoco sabían menear la cola. Tampoco «Castaña» era un buen nombre. Debía pensar en algo mejor. Antes de lograrlo, se durmió cerca del fuego, entre el hombre y la mujer, envuelto en su chal de lana.

Capítulo 5
Los despertaron los alabarderos.
Era la patrulla.
No sólo Daligar, sino también sus afueras estaban vetadas para cualquiera que no fuera residente, pariente de un residente, huésped de un residente o de alguna manera aceptado por sus residentes, y ellos no entraban en ninguna de estas categorías.
La patrulla hizo indagaciones sobre la existencia y la cantidad de sus bienes y, en general, sobre sus medios de sustento. La respuesta obtenida, que fue «nada de nada, salvo la ropa que llevamos puesta y tres monedas de un peso», hizo que los guardias fueran aún menos cordiales con ellos.
La patrulla les preguntó exhaustivamente sobre su estado de salud. ¿Tenían garrapatas, piojos, pulgas? ¿Habían tenido contacto con coléricos, leprosos, pustulosos, escrofulosos, apestados, personas afectadas por vómitos, disentería, fiebre, manchas de cualquier tipo, ulceraciones, ojos lagañosos, lombrices intestinales? De ser así, habrían sido abatidos en ese mismo lugar para evitar cualquier forma de contagio. ¿También el niño se encontraba bien? Si estaba bien, ¿por qué la madre lo llevaba entre sus brazos envuelto con ese chal? ¿Por qué estaba cansado, pequeño y lloroso? No, los niños pequeños, cansados y llorones no estaban prohibidos.
Después fue el turno de las armas. ¿Tenían armas de corte, de lanzamiento, de tiro, incendiarias, contundentes, penetrantes, cortantes, quemantes, para la caza, para el combate a pie, el combate a caballo, en muía, a cuatro patas, el duelo, la guerra de bandas, la guerra de trincheras, el asedio, el contraasedio, el tiro al blanco y de diversión? ¡¿Sííííí?! Un arco, un puñal, un hacha, unas pequeñas tijeras y un cuchillo para cortar el pan. Todo confiscado. También las dos bolas de hierro para llevar el fuego: armas incendiarias.
¿Habían sido ellos los que habían cortado dos ramas enteras que pertenecían al condado de Daligar, y habían arrancado cuatro plantas de helecho para hacer un refugio? Esto entraba en la definición de «delito contra el patrimonio público», para el cual existía un debido proceso. ¿Les molestaría tener quieto al perro mientras ellos lo enjaulaban? Estaba prohibido todo tipo de animales, ya fueran domésticos o salvajes, y el de ellos entraba en ambas categorías.
Ahora podían ponerse en marcha.
Entraron a Daligar escoltados por los alabarderos. Era el lugar más estrambótico e increíble que el pequeño elfo jamás hubiera soñado. Había humanos por todas partes: grandes, pequeños, varones, hembras, armados, desarmados y con ropas de todos los colores posibles.
Había mucho ruido. Al parecer, todos vendían de todo. Panes, mazorcas, manzanas grandes, ollas para cocinar, leña para el fuego y madera para hacer sillas. También había unos graciosos pájaros que caminaban en medio de la gente. Eran pájaros extraños, grandes, gordos y con alas demasiado pequeñas para volar, que emitían un canto curioso que repetía continuamente co-co.
Los alabarderos los escoltaron hacia el centro de la plaza. Allí había una especie de baldaquín cubierto con una variedad de telas rojas y doradas que daba la curiosa impresión de ser una enorme cuna y en cuyo interior estaba alguien envuelto en un largo vestido blanco con bordados, que también le cubría la cabeza, y que le hacía parecer un enorme recién nacido.
El enorme recién nacido dijo responder al curioso nombre de «JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes» que no era exactamente un nombre hermoso como Yorshkrunsquarkljolnerstrink, pero que no dejaba de ser un nombre bonito.
El JuezadministradordeDaligarytenitorioslimítrofes les preguntó sus nombres, edades, actividades o lo que sabían hacer y, sobre todo, qué habían ido a hacer a Daligar y sobre todo si eran residentes, parientes de residentes, huéspedes de residentes o por lo menos gratos a los mismos.
El cazador respondió que no les importaba nada Daligar ni sus habitantes, parientes de residentes, huéspedes de residentes y simpatizantes o lo que fueran, y que todo lo que querían era salir lo más pronto posible de Daligar y de sus territorios limítrofes para seguir su camino.
El JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes pareció molestarse con esa respuesta. Su rostro se ensombreció y la muchedumbre a su alrededor también murmuró en señal de desaprobación. No es cortés decirle a alguien que no te interesa su casa, estas cosas se las había explicado la abuela.
El JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes dijo que si no les gustaba Daligar, ni sus territorios limítrofes ni sus residentes, ni aun los parientes huéspedes y simpatizantes, habría bastado con que se hubieran quedado en sus casas, dondequiera que éstas se hallaran. Así les habrían evitado a los alabarderos el esfuerzo de tener que descubrirlos, interrogarlos y arrestarlos, y a él, el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes, la molestia de encontrarlos, juzgarlos, condenarlos y expulsarlos, para no hablar del delito contra el patrimonio público: la rotura de dos ramas enteras y la fragmentación de cuatro plantas de helecho que, en su barbarie, le habían infligido a la comunidad.
La muchedumbre murmuró en señal de aprobación. En ese momento comenzó nuevamente a llover y los ánimos empeoraron.
La condena fue de tres monedas de un peso, que era justo lo que tenían (¡qué casualidad!) y la confiscación de todas sus armas y de la yesca con el fuego. Les dejaban el perro.
—Bueno —murmuró la mujer, mientras comenzaban a alejarse—, podría haber sido peor.
—¿Y cómo? —preguntó el cazador.
En aquel momento comenzaba el segundo caso de la jornada para su excelencia el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes.
Era una mujer a quien una carretilla le acababa de matar uno de esos graciosos pájaros que hacían co-co y que resultaron llamarse «gallinas». La mujer la llevaba en la mano y se le veía el cuello partido. Mientras pasaba por el lado de Sajra, un minúsculo dedo pegado a una manita que se extendía desde una manga de un inconfundible color amarillo, salió por debajo del chal de lana gris para posarse sobre las suaves plumas junto a la fractura y detenerse allí. El cuello de la gallina recuperó su curvatura normal y luego, lentamente, sus ojos se abrieron de par en par.
Después de esto se armó una barahúnda: la gallina que escapaba, la palabra «elfo» que resonaba entre la multitud, todo el mundo gritando y chocando entre sí, y finalmente, ellos tres en medio de las lanzas de los alabarderos, con las puntas apoyadas justamente sobre sus gargantas.
—Ahora sí —dijo la mujer—, la cosa está peor.
Después de la resurrección de la gallina, el ambiente se había vuelto realmente candente.
Esta vez, el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes se dirigió en particular a Yorshkrunsquarkljolnerstrink, quien de todas maneras pensaba que era afable y simpático y además tenía un nombre bonito, y bien, sí, el cazador había sido un tanto brusco cuando había hablado con él. No se le dice a una persona que su pueblo no es gran cosa y que a ti no te gusta. No es cortés. Nunca se debe hacer.
—Tú eres un elfo —dijo el Juez, con severidad.
Sus palabras eran duras. El tono era solemne y definitivo. Había pronunciado lentamente la palabra «elfo», deletreándola, e-l-f-o. Las letras cayeron como piedras sobre la multitud enmudecida.
—Es sólo un cachorro —dijo el cazador.
—Un pequeño —dijo la mujer.
—Uno nacido hace poco —precisó el elfo muy contento. Él también quería dar a conocer que tenía un nombre bonito—: Yorshkrunsquarkljolnerstrink —se presentó, haciendo una pequeña inclinación de cabeza.
—Está prohibido eructar en la corte —dijo el Juez, muy serio—, y yo, el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes, te prohíbo mentir también. —Al pronunciar esas últimas palabras, el Juez se había puesto de pie con un aire cada vez más solemne.
El pequeño se quedó perplejo. Los elfos no pueden decir nada diferente de lo que está dentro de su cabeza. Bueno, sí, alguna mentirijilla por cortesía: decir que has entendido cuando las conversaciones son incomprensibles, porque tratar a los estúpidos de estúpidos es una falta de buena educación, pero eso es todo. Lo que está dentro de la cabeza también está fuera. De la perplejidad pasó a la desilusión. Aunque tenía un nombre bonito, este humano no era menos extraño que los demás.
—Y exijo que me hables con el respeto que merezco.
¿Cómo era la fórmula de cortesía? El pequeño elfo comenzó a inquietarse.
—¡Imbécil!
No, quizá no era esa.
—Imbelencia, no. Excelele.
¿Cómo era?
—Silencio —le gritó el Juez a la multitud que se carcajeaba—, y tú llámame JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes —terminó el hombre dirigiéndose al elfo.
—¡Claro! ¡Claro! —respondió el pequeño, entusiasmado, mientras una enorme sonrisa le iluminaba el rostro—: «JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes» es un nombre muy bonito, ¡se lo podríamos poner al perro! —añadió, contentísimo.
La muchedumbre se descontroló del todo. Un anciano casi se ahogó de la risa, y a un alabardero se le cayó la alabarda sobre un pie. Esto volvió a disparar la hilaridad general. El pequeño elfo, contagiado, también se echó a reír: cuando los humanos reían, eran realmente hermosos.
El único que permaneció serio fue el Juez.
—Responde —dijo dirigiéndose al pequeño—, ¿conoces a este hombre y a esta mujer?
—Sí —dijo el pequeño, con decisión.
—Aparte de la culpa gravísima de llevar un elfo consigo y la culpa, aún más grave, de haberlo introducido con engaños en nuestra bienamada ciudad, ¿han cometido otros delitos?
—Sííííííííí. El humano varón come cadáveres con romero, creo, y además gana dinero vendiendo sus pieles. Esa hembra vendió a su mamá y a sus hermanos grandes, no, a los pequeños, mmmm... Sí, primero a los pequeños, no lo recuerdo bien.
De nuevo se hizo un silencio total. Luego estalló una barahúnda infernal; realmente ya no se entendía nada.
—Te dije que yo me tropiezo con los problemas —le dijo la mujer al cazador—. ¿Por qué no seguiste tu camino?
—Debo de haber vendido a mi padre en mi vida anterior —respondió él.
Mientras se los llevaban, el pequeño elfo vio otra vez a la gallina, que estaba descansando en el nicho de una ventana donde tenía una especie de nido con dos huevos dentro. Se miraron y se saludaron, porque por un instante habían sido una misma mente y esto los unía para siempre.
El pequeño se preguntó si «Gallina» o «Pollo» podría ser un buen nombre para el perro. No tenían el mismo aspecto, pero el color de las plumas de la cola de la gallina se parecía un poco al color de la cola y de las patas traseras del perro. Después pensó que el perro no ponía huevos y que la gallina no le lamía la cara a alguien cuando lo veía triste, y que, por consiguiente, ese nombre tampoco era apropiado.

Capítulo 6
Los habían metido en un lugar que se llamaba «prisión».
En verdad era muy bonito.
Era lodo de piedra sólida con grandes columnas que sostenían las bóvedas en arco. Ese tipo de arquitectura era de la tercera dinastía rúnica; se podía deducir porque los arcos no eran redondos sino formados por dos semiarcos que se cruzaban en ángulo agudo, mientras que los arcos redondos pertenecían a la primera dinastía rúnica y los alargados hacia arriba, a la segunda.
Además, había paja de verdad para acostarse encima. Y también les habían dado un cuenco de granos de mazorca y guisantes que estaba bastante bueno. Bastante bueno y también abundante. El pequeño le dio algunos granos de mazorca y algunos guisantes a un simpático grupo de grandes ratas, de un bonito y reluciente color negro, que salieron de todas partes cuando se esparció el olor a comida y que ahora corrían de aquí para allá sobre el suelo de piedra.
Ese lugar era realmente el paraíso.
Y no había lluvia por ningún lado excepto en el rostro de la mujer, que llovía extrañamente por cuenta propia.
—¿Por qué estás goteando? —le preguntó el pequeño elfo a la mujer.
—Se llaman «lágrimas» —respondió el hombre—, es nuestra manera de llorar.
—¿De veras? ¿Y la cosa que le chorrea por la nariz y que ella se está secando con la manga?
—Siempre forma parte del llanto.
—Cuando nosotros estamos tristes nos lamentamos, así los demás sienten nuestra tristeza y hacen algo para disminuir nuestro sufrimiento —dijo el pequeño con un orgullo mal disimulado—. Pero estar sentado en el suelo goteando por la nariz y por los ojos de forma que después los ojos quedan rojos y se tiene que respirar por la boca, es como pescar un resfriado a propósito.
—En efecto —comentó el hombre secamente.
—¿Por qué está llorando?
De nuevo fue el hombre quien le respondió.
—Porque mañana por la mañana nos colgarán.
—¿De verdad? ¿Y eso qué quiere decir?
—No —dijo la mujer—, te lo ruego, no; si no se pondrá a llorar y no quiero oír su llanto.
—Bueno, todo el mérito es suyo si...
—No —repitió la mujer—, no soporto oírlo llorar.
—Está bien. Escucha pequeño: mañana nos colgarán, será muy bonito. Nos colgarán en lo alto y podremos ver desde arriba a toda la multitud y también los techos de las casas. Será como convertirse en pájaro y volar.
—Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh. ¿De verdad? ¿Entonces ella por qué está goteando?
—Ella llora porque sufre de vértigo. Cuando está en las alturas se siente muy mal y le dan ganas de vomitar. Para ella mañana será horrible. Una verdadera pesadilla.
—Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh. ¿De verdad? —El pequeño elfo se había quedado sin palabras. Nunca se termina de aprender.
—Entonces no. No, no, no, no, no, no, no, no. Si eso la hace sentir mal, nada de colgamientos —dijo el pequeño, resuelto. Ese asunto de volar de aquí para allá en las alturas sobre los techos debía de ser maravilloso, pero no si hacía sentir mal a alguien.
—¿No?
—No.
—¿Y cómo lo hacemos? Ellos ya han decidido colgarnos.
—Podemos irnos de aquí.
—Claro, buena idea —el cazador parecía realmente impresionado—, muy buena idea. Eres bueno para pensar. ¿Tienes una solución para los cerrojos?
—¡Los abrimos! —explicó el pequeño, entusiasmado.
—Ya, claro. ¡Absolutamente genial! ¿Y las llaves?
—¿Esas cosas largas que giran, hacen clank y las puertas se abren?
—Exacto, esas cosas largas que giran, hacen clank y las puertas se abren.
—Están colgadas ocho pasos detrás de la esquina que se ve si se mira a través de los barrotes.
El cazador, que estaba acostado, se incorporó de repente.
La mujer, que estaba en un rincón con los brazos alrededor de las rodillas, se secó la cara y también se levantó.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Está en la cabeza de ellas —dijo el pequeño señalando a las ratas—. Pasan frente a ellas muchas veces al día. No saben qué son unas llaves, pero tienen su imagen en la cabeza.
—¿Puedes hacer algo para coger las llaves? No sé, ¿hacerlas volar hasta aquí?
—Pero noooo, claro que no, ¡esas cosas son absolutamente imposibles! La gravedad es inviolable.
—¿La qué?
—El principio por el cual todo cae hacia abajo —explicó el pequeño—. ¡Lo veis! —Dejó caer los dos últimos guisantes, las ratas corrieron hacia ellos.
El hombre y la mujer se sentaron de nuevo.
—Es el principio por el cual mañana nuestros cuerpos caerán hacia abajo, mientras el cuello permanecerá arriba, amarrado a la cuerda —explicó la mujer, y comenzó a llorar otra vez.
—Puedo mandar a esos graciosos animalitos a coger las llaves. Las llaves están justo encima del banco que está contra el muro. Es un lugar fácil de alcanzar para el gracioso animalito.
De nuevo, todos de pie.
—¿De verdad?
—Pues claro —confirmó serenamente el pequeño—. ¿Dónde está el problema? Ellas ahora son mis amigas —agregó el pequeño señalando a las ratas—. Si yo pienso con fuerza en un gracioso animalito que coge las llaves y las trae aquí, este pensamiento es una imagen que pasa desde el interior de mi cabeza al interior de la cabecita del gracioso animalito, y luego él lo hace.
El pequeño se inclinó y sus pequeños dedos acariciaron las cabezas de las ratas. Los animalitos salieron en estampida, alegres, y pasaron uno tras otro a través de los barrotes que cerraban la celda; y después de un clank bastante fuerte y una serie de chirridos más leves, reaparecieron arrastrando un pesado manojo de llaves. El pequeño elfo las cogió, eligió una del pesado manojo, y ¡clank!, el pestillo se abrió.
—Listo —dijo el elfo.
La mujer y el hombre se abalanzaron afuera.
—¿Y ahora hacia dónde vamos?
—Por aquí; todo está en la cabeza de los pequeños y dulces animalitos. Diez pasos a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y luego las escaleras. Aquí hay una reja. —De nuevo el pequeño escogió la llave exacta en el primer intento—. Otras escaleras, otra reja, upa, otra vez abajo, escaleras, reja, llaves, clank, listo. Ahora pasamos por los subterráneos y después está el río. Es hermoso, aquí. Mira, estos son arcos redondos, primera dinastía rúnica.
—Ciertamente espléndidos. Después regresamos para mirarlos con calma. Ahora vámonos. Sabes, pueden ofenderse porque rechazamos el colgamiento.
—¡Ohhhhhhhhhhhhhhh, mira!
—¿Esos signos?
—No son signos, son letras.
—Son signos, un adorno.
—No. Son letras. Runas de la primera dinastía. Yo las sé leer. La abuela me enseñó. Ella sabía leerlas. "Es...to fu...e... cons... tru... ido... Esto fue construido bajo el sitio donde corre el río...» Por suerte, lo he entendido. Si pasamos por aquí moriremos ahogados. Por encima, y luego alrededor. Aquí, mirad, la última reja, la última llave y estaremos fuera. Clank. Qué bonito sonido: son capamillas, no, campanillas; son campanillas, ¿verdad?
—Son las armaduras de los soldados, creo que están muy enfadados, se deben de haber ofendido.
—¡Oye, mira! Estos del prótico...
—«Pórtico».
—Son arcos alargados: segunda dinastía rúnica. Son los primeros que veo.
—Estoy bastante impresionado. ¿Podemos intentar darnos prisa? Las campani..., sí, los soldados están encima de nosotros.
—Éstas, en cambio, son runas de la segunda dinastía rúnica... Se distinguen porque la parte superior de las letras tiene esas espirales.
—¡Fascinante! ¿Eso es lo máximo que puedes hacer con esas piernas, o puedes andar más deprisa?
—Ese tipo de espiral es el símbolo del infinito..., no, del tiempo que se envuelve en sí mismo: ¡esto es una profecía!
—La emoción me embarga. ¿Quieres que te coja en brazos para poder correr más rápido?
—«Q...uan...do el a...gua su...mer...ja la tie...rra... Quando el agua sumerja la tierra.»
—Ahora, sin embargo, démonos prisa. Nos están siguiendo. Están muy ofendidos. Te llevo en brazos, así lees más cómodo mientras corremos.
—¡Oye, habla de los elfos! "Quando el agua sumerja la tierra, el sol desaparecerá, las tinieblas y el frío llegarán. Quando el último dragón y el último elfo rompan el círculo, el pasado y el futuro se encontrarán, el sol de un nuevo verano brillará en el cielo...» Oye, espera, ve más despacio. Decía algo más, pero no he conseguido leerlo. Decía algo de uno grande y... poderoso que desposará... debe desposar una joven virgen que se llama como la luz naciente y que ve en la oscuridad y que es hija de...». ¡No he leído de quién!
—Ése no es nuestro problema —dijo el hombre con el último aliento que tenía en el pecho—. Seguramente no será nuestra hija, será la hija de algún rey o de algún mago. Los que son como nosotros nunca aparecen citados en los escritos de las paredes.
Estaban fuera del palacio. El cazador corría con el elfo entre los brazos y la mujer al lado. Las calles eran estrechas, llenas de curvas y, por fortuna, estaban casi desiertas, excepto por ellos y los soldados que los seguían.
Los soldados estaban realmente molestos por esa historia del colgamiento y habían comenzado a tirarles encima los palitos con punta, que no es divertido, no, no, no, no, no, no, y además uno se puede hacer daño.
Al pequeño elfo se le estaba acabando la paciencia. En realidad esa gente era demasiado susceptible. ¡Ellos tres sólo se habían negado a dejarse colgar!
Uno de los soldados se les paró enfrente y les apuntó con su arco.
El pequeño elfo deseó con todas sus fuerzas que eso no estuviera sucediendo. La imagen se formó en su cabeza y voló hacia la cabeza de quienes habían sido uno con él. El conejo, que en ese momento estaba corriendo tras las cañas, se detuvo bastante sorprendido. La gallina, que estaba empollando en un nicho entre las columnas de arriba, justo encima de los soldados, se levantó de la paja y con toda la fuerza de sus alas se lanzó en picado sobre la cara del guerrero, quien se tambaleó y cayó, dejando libre el paso.
En el extremo de la plaza había unas jaulas con animales encerrados. El perro de la mujer ladraba con todo el aliento que tenía en su pecho. Por suerte, aquí no había cerrojos, sino un gancho grande que la mujer hizo saltar.
Una calle, una esquina, todavía otra calle, los muros del cerco, el puente levadizo: salvados.
No, aún no. Les cerraron el puente levadizo justo en las narices. El cazador, con el pequeño entre los brazos, se abalanzó rápidamente hacia las escaleras que trepaban los muros. El perro, que los precedía, derribó a un soldado que se les había parado enfrente. Una vez arriba, el hombre cogió a la mujer por la muñeca y, siempre con el pequeño en brazos, saltó sobre la baranda y se lanzó hacia el agua gélida del río. El perro los siguió.
—¡Quizá un pequeño colgamiento no habría sido tan terrible! —protestó el pequeño, pero ya era demasiado tarde.
La ley de la gravedad no tiene remedio.
Todos cayeron al agua oscura.
El pequeño elfo se preguntó si «Fuerza de gravedad» podría ser un buen nombre para el perro, pero, pensándolo bien, no era ni corto ni daba la idea de algo tierno que sabía jugar.


Capítulo 7
El agua se le metió por la boca y por la nariz. El frío era terrible. Le faltaba el aliento. El pequeño elfo sintió que el frío y la desesperación lo llenaban todo. La desesperación y el miedo pueden llenar la cabeza y entonces la magia se ahoga adentro.
Luego, de repente, se le ocurrió ser un pez. Pensó, bueno, cómo llamarla, en la «pecidad», en la esencia pura de los animales acuáticos.
Pensó en la sensación de tener branquias, en el placer del agua fría, en la alegría de deslizarse, volando bajo las olas como un pájaro bajo las nubes.
El aire le llenó los pulmones; el frío del agua fue una delicia.
Se deslizó por debajo de la superficie para evitar los palos puntiagudos que llovían sobre el agua, lanzados por todos los arqueros de la guarnición de Daligar. Nadó cerca de los demás. El perro se las estaba arreglando más o menos bien, pero el hombre y la mujer, como de costumbre, hacían cosas estúpidas: ella metía la cabeza debajo del agua, y él trataba de sacársela afuera. El pequeño elfo intentó decirles que ése no era el momento para jugar a la lucha. Trató, además, de explicarles el método correcto: la imagen del pez que se forma en la cabeza, luego la atención que se concentra en las branquias; pero el cazador no sólo no quiso escucharlo, sino que también fue increíblemente descortés.
Por fortuna, la corriente iba en la dirección correcta: lejos y lejos y cada vez más lejos, lejos de Daligar, de sus alabarderos y de sus colgamientos, hacia la llanura y las colinas.
El paisaje estaba volviéndose más amigable. Las piedras de las riberas comenzaron a espaciarse y los cañaverales a aumentar. El agua se volvió menos profunda, la corriente menos violenta. Finalmente consiguieron llegar a la orilla y arrastrarse fuera.
La mujer no respiraba bien; cuando el aire le entraba hacía un ruido de agua: una especie de borboteo que recordaba el de una olla hirviendo con habas; siempre y cuando uno tenga una olla, el fuego, el agua y las habas; pero también si no hay habas, si se tiene sólo el agua, cuando hierve, hace ese ruido.
El hombre parecía desesperado.
Los cabellos del cazador chorreaban un montón de agua y de barro, que le bañaba la cara, de modo que el pequeño elfo no podía estar seguro, pero hubiera jurado que también al hombre le estaban goteando los ojos y la nariz.
—Haz algo —le gritó el hombre—, haz algo si puedes, te lo ruego. ¿Puedes hacer algo, verdad? Ella se está muriendo.
—¡Oh, de veeeeerddaaaaadd!
El pequeño elfo estaba estupefacto: cuando los humanos mueren hacen el mismo ruido que las habas al fuego.
Estiró su mano y la posó sobre el rostro de la mujer.
Fue como recibir un puñetazo en el estómago. No, mejor un puñetazo en los pulmones y en la garganta. El pequeño elfo sintió el agua borboteándole por dentro, mientras que la garganta le ardía como si uno de los palos con punta se le hubiera metido dentro. Pero la cosa más horrible estaba en la cabeza: la sensación de que son los últimos minutos, de que todo está a punto de terminar. El miedo casi lo dominó, pero por suerte logró detenerlo, pues la magia se ahoga en el miedo.
El pequeño se concentró con todas sus fuerzas en la respiración: el aire que entra y el aire que sale, el perfume de la hierba húmeda, del cañaveral, de los hongos.
El aire entra, huele bien. Los pulmones se ensanchan. Él aire sale. La cabeza se llena del olor del aire y sabemos que la aspiración que estamos haciendo no es la última, sino que después de ésta habrá otra y luego otra y luego otra más.
La mujer expulsó una buena cantidad de agua pantanosa, luego abrió los ojos y respiró. El pequeño elfo también tosió. Los dos estaban palidísimos y temblaban. El cazador sonrió feliz, luego corrió a recoger cañas y ramas secas. Éstas abundaban; aunque él ya no tenía su hacha y tenía que hacerlo con las manos, trabajaba con rapidez. Cuando el montón fue suficientemente grande, el pequeño lo tocó con el dedo y el fuego crepitó alegremente. Estaban helados y empapados, pero el cazador continuaba recogiendo ramas y el fuego continuaba crepitando, y muy lentamente el frío y la humedad comenzaron a disminuir. La mujer se durmió. El cazador encontró algunas nueces en un nido de ardillas y las compartió con el pequeño.
—Ya no tenemos armas, pero por lo menos no nos han colgado —dijo el hombre.
—¡Qué lástima, tuvimos que renunciar a ser colgados y a mecernos en las alturas! ¡Habría sido tan bonito!
El hombre se echó a reír.
—Si realmente te interesa, se puede hacer. No me han quitado la cuerda. Mira, todavía la tengo. Ahora te lo enseñaré. Esta rama es bastante fuerte. Anudo aquí, luego aquí. Aquí pongo la cuerda doble. Listo, ¿quieres probar? Agárrate fuerte. Ahora te empujo.
Era muy bonito. Arriba y abajo. Abajo y arriba. Cañaveral, río, cielo, y luego otra vez cielo, río, cañaveral.
En la lejanía estaban las colinas, y detrás estaba la luz del sol que se estaba poniendo. El pequeño nunca había visto el sol ponerse. Siempre había habido nubes. Ahora todo era rosado, y una pequeña nube larga y fina brillaba como un collar de oro. Bajo la luz del último rayo de sol se veían bosques de castaños, que se alternaban con pequeños campos cultivados.
La cosa más hermosa que se pudiera soñar. Tan hermoso como volar. La felicidad invadió al pequeño elfo.
La mujer se despertó sonriendo.
El pequeño reía como un loco.
—Mira, esto es un colgamiento —le dijo, jubiloso, a la hembra humana.
—No —replicó ella—, eso se llama «columpio».
Dejó de sonreír.
—Ser colgado es una cosa horrible —continuó—, te ponen una cuerda alrededor del cuello y tiran de ella usando el peso de tu propio cuerpo. La cuerda se aprieta, el aire no pasa y tú te mueres igual que hace poco me estaba muriendo yo por el agua.
El pequeño se detuvo aterrorizado.
Luego bajó de su improvisado columpio.
Tenía los ojos abiertos de par en par por el horror.
Se puso gris.
Comenzó a faltarle aire.
Se acurrucó en el suelo y comenzó una larga serie de lamentos espaciados. El hombre y la mujer sintieron frío en las vértebras.
—¿Por qué se lo has dicho? —El hombre estaba furioso—. Estaba feliz. Por una vez estaba feliz.
—Porque encontrará otros hombres que querrán colgarlo porque es un elfo. Y no quiero que él se dirija completamente feliz hacia la horca, convencido de que es un columpio. Mejor infeliz, pero vivo.
—Yo puedo protegerlo.
—Ya lo he notado. Si no fuera por las ratas, ahora estábamos ahorcados.
—Si no «hubiese sido» por las ratas, ahora «estaríamos» ahorcados —corrigió el pequeño entre sus lamentos.
La mujer lo tomó en brazos y lo estrechó. Los lamentos cesaron poco a poco. Las primeras estrellas comenzaron a brillar. El suave perfil de las colinas resaltaba contra un cielo del color del zafiro.
Ella puso al pequeño en el columpio y comenzó a empujarlo lentamente.
—Puedes volver a ser feliz si quieres. Sólo debes recordar que si los hombres te atrapan, te colgarán.
—¿Y luego me comerán con romero?
—No.
—¿Sin romero?
—Los hombres no se comen a los elfos. Nunca.
—¿Y por qué quieren colgarme si después ni siquiera me van a comer? No es divertido, no, no, no, no, no, no, no; y entonces, ¿quién los obliga a hacerlo?
El columpio se movía con suavidad.
—Porque todos los humanos odian a los elfos.
—¿Y por qué?
Se hizo un largo silencio. El columpio se mecía suavemente. El perro ladró.
—Porque es culpa vuestra.
—¿Qué es culpa nuestra?
—Todo.
—¿Qué es todo?
—Pues las cosas que andan mal. La sombra. La lluvia. Sí, eso es, la lluvia. El agua que sumerge la tierra. La escasez. Nuestros niños mueren de hambre por vuestra culpa. El agua ha arrasado aldeas enteras.
—¿Nosotros hacemos llover? ¿Y cómo? —^El pequeño estaba indignado—. ¿Y cómo?
—¿Y yo qué sé? Quizá soñando con la lluvia.
—Si al soñar con la lluvia pudiera producirla, ahora soñaría con un buen sol que me secara los pies. Y además —insistió el pequeño—, seríamos muy estúpidos, porque el agua y la miseria nos han dañado a nosotros tanto o más que a vosotros. ¿Por qué la abuela no pensó en el sol mientras el agua aumentaba y aumentaba? ¿Por qué mamá no pensó en quedarse conmigo mientras se iba al lugar de donde no se puede regresar?
El pequeño se echó a llorar de nuevo. Un lamento silencioso.
—Bueno —el cazador parecía perplejo—, todos dicen que es culpa...
Se volvió hacia la mujer, buscando ayuda.
La mujer estaba de pie, junto al columpio. Tenía la frente ligeramente fruncida, pero no estaba enfadada ni triste, sólo era la expresión de quien está tratando de pensar.
—Nosotros os odiamos porque sois mejores. Insoportables, pero mejores —concluyó—. Tenéis la magia. Sabéis más cosas. Lo que para nosotros son dibujos para vosotros son palabras... Creo que os tenemos miedo. Y como no sabemos exactamente lo poderosos que podéis ser, pensamos que lo sois en extremo. Nuestra impotencia es tan... absoluta..., que cualquiera... El pequeño había dejado de llorar—. A propósito de saber hacer las cosas —continuó la mujer—, ¿cómo lo hiciste para acertar siempre la llave correcta que meter en cada cerrojo?
El pequeño pareció sorprendido.
—¿La llave correcta en qué sentido? —preguntó interesado.
Ahora la mujer era la sorprendida.
—Pues aquella que encaja perfectamente en el cerrojo en cuestión y que, por tanto, lo abre.
—¿Para meterla? —El pequeño estaba estupefacto—. Ahhhhh, ¿de verdad? ¿Era necesario meterla adentro? Y se encu...
—«Encaja», es decir que se acopla. ¿Has entendido?
El pequeño estaba anonadado. Se puso a pensar tan intensamente que arrugó la frente. Luego se le iluminó la cara.
—¡Ya lo entiendo!—gritó, eufórico—. Hay una llave para cada cerrojo: se mete, y si es la exacta, encaja en el mecanismo y cuando gira hace mover el pedazo de hierro horizontal que bloquea la puerta. Es ingenioso. ¡Muy ingenioso! ¡Increíblemente inteligente para los humanos! ¡La verdad! ¡La abuela siempre decía que lo máximo que podrían llegar a hacer era poner un capitel sobre una columna, pero en cambio también pueden ser ingeniosos! ¡Es apasionante!
Se hizo un silencio gélido.
—Gracias —dijo el cazador muy secamente.
El pequeño se mecía alegre en el columpio, orgulloso de los nuevos conocimientos que había adquirido.
—Pero ¿qué hiciste para abrirlos si no sabías lo del encaje? —preguntó la mujer.
—Apoyaba la llave en el cerrojo, veía en mi cabeza la puerta abriéndose y luego... clank, la puerta se abría.
El hombre y la mujer se quedaron un instante sin aliento, luego se repusieron.
—¡Pero entonces siempre has sabido abrir los cerrojos! Sin llaves, sin ratas. ¡Sin nada!
El pequeño se quedó meciéndose perezosamente, todo el rato con la frente arrugada.
—¡Claro, es verdad! —Yorsh prorrumpió en una carcajada—. ¡Qué gracioso! ¡Corrimos el riesgo de ser ahorcados a pesar de que todo el tiempo yo era capaz de abrir los cerrojos!
—Realmente divertido —comentó el cazador—. Las carcajadas me están ahogando.
Tenía el tono de alguien a quien se le ha quedado atascado un pedazo de mazorca en la garganta.
Mientras seguía meciéndose, el pequeño elfo continuaba pensando en su fuga. De repente le vino a la mente otra cosa.
—¡La profecía!
—¿Los caracteres del pórtico?
—Sí, las letras en espiral. Segunda dinastía rúnica. Ahora me acuerdo: «Quando el agua sumerja la tierra, el sol desaparecerá, las tinieblas y el frío llegarán. Quando el último dragón y el último elfo rompan el círculo, el pasado y el futuro se encontrarán, el sol de un nuevo verano brillará en el cielo». Después decía algo más sobre que el último elfo debía casarse con alguien.


Capítulo 8
—¿Y qué quiere decir?
—No lo sé. Yo creo que podría querer decir... —Se interrumpió. El perro se había levantado de repente y gruñía—. Ohhhhhh, mira, hay un árbol que se mueve —dijo el pequeño.
—No es un árbol, es un trol.
—¿De verdad? ¿Eso es un trol? ¡Es el primero que veo! —El pequeño parecía eufórico.
—¡No me digas! Los arcos de la segunda dinastía rúnica y un trol de verdad, todo en un mismo día. ¡Hoy sí que es un día de descubrimientos! Si escapamos deprisa, a lo mejor nos salvamos otra vez.
—¿Qué son los dos matorrales detrás del trol? ¿Son niños troles? ¿También los troles tienen niños?
—Esos que están detrás son los dos humanos más grandes y más llenos de armas que jamás he visto.
No lo lograron a tiempo.
Los dos gigantes fueron más veloces. Los acorralaron.
Hasta cierto punto, también parecían cazadores: llevaban la misma ropa, hecha de trapos y pieles de animales, y algunos puñales; pero en su caso lo que realmente abundaba eran las hachas: las tenían pequeñas, sólo tan grandes como una mano; enormes, que de un solo golpe habrían cortado una cabeza; también de dos filos y en varias dimensiones y con mangos de madera y con diferentes hojas; todas cuidadosamente afiladas.
El trol era enorme. Se elevaba como una torre por encima de ellos y, bajo la última luz oblicua de la tarde, su sombra descomunal envolvió el árbol con el columpio y al pequeño, que se mecía en él. El gruñido del perro se convirtió en un aullido aterrorizado.
—No os acerquéis —ordenó el cazador, amenazante. ¡Era siempre tan irritable!
—¿Por qué no? ¡Estáis desarmados! —rió maliciosamente el más pequeño, o mejor, el menos gigantesco de los dos hombres, que de todos modos parecían dos enanitos al lado del trol.
—No estamos desarmados —replicó el hombre con voz firme—. Él es un elfo, un elfo de verdad —continuó, mientras señalaba al pequeño—. Su magia os puede quemar como un fuego, derribar como un huracán. Puede cerraros las gargantas de tal manera que os falte la respiración como a un ahorcado, o puede llenarlas de agua como la de un ahogado.
—No, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no, no, no, no, no, no, no. —Pero ¿por qué el cazador seguía diciendo cosas tan espeluznantes, horribles, espantosas, terribles, terroríficas, repugnantes y falsas? Falsas. Falsas. Falsas. El pequeño estaba indignado, enojado y ofendido—. ¡No es cierto que hagamos esas cosas! ¡Nosotros no le hacemos daño a nadie! ¡Nosotros jamás le hemos hecho daño a nadie! ¡Nosotros no podemos hacerle daño a alguien, porque si le hacemos daño, después el daño que le hemos hecho, que está fuera de nuestra cabeza, entra en nuestra cabeza, ya que todo lo que está fuera de la cabeza está dentro de la cabeza, y todo lo que está dentro de la cabeza está fuera de la cabeza!
¡El pequeño estaba hasta la coronilla de ser maltratado por todos y que todos hablaran mal de él y de su estirpe! Bueno, cuando es suficiente, es suficiente.
El cazador, por una vez, se quedó sin palabras.
También los dos gigantes se quedaron sin palabras.
Miraron al cazador, luego al pequeño, luego de nuevo al cazador, luego de nuevo al pequeño, luego de nuevo al cazador.
—Es admirable el arma con la que te defiendes —le dijo al cazador el más grande de los dos gigantes—. ¿Estás expiando una culpa de una vida anterior o hay algún otro motivo para cargar con un elfo?
Los dos nuevos humanos recién llegados parecían realmente perplejos.
—Debo de haber vendido a mi padre —repuso el cazador.
—Trol comer elfos —masculló el trol acercándose.
El perro aulló cada vez más aterrorizado; pero, valientemente, le añadió un gruñido a su aullido.
—No puedes comértelo. Es sólo un cachorro —dijo el cazador.
—Un pequeño —añadió la mujer.
—Uno nacido hace poco —precisó tercamente el pequeño.
—Trol comer elfos —repitió obstinadamente el trol.
El pequeño se echó a reír.
—Sí, claro, con romero. ¡Eso se llama ironía! —dijo satisfecho con una alegre complicidad.
El trol se quedó pasmado, mirando la cara del pequeño elfo con su sonrisa estampada, como si estuviera viendo un asno volar o la luna descender para jugar a la pelota.
También los dos humanos recién llegados estaban inmóviles e incluso tenían que hacer un esfuerzo para recordar que debían respirar.
El pequeño se acercó al trol. Su enorme cara estaba completamente desprovista de expresión, como la máscara de un ídolo de piedra. El pequeño estaba tan habituado a encontrarse frente a ceños fruncidos, enojados o preocupados, que se sintió seguro frente a aquella pétrea inexpresividad.
La piel del trol era escamada como la de las lagartijas, unos animales graciosos que además le gustaban mucho al pequeño elfo, porque viven a la luz del sol y el sol es bonito. El rostro del trol también le recordaba bastante a las lagartijas, porque su piel, al igual que la de éstas, tenía reflejos verdes y violetas, que eran los colores preferidos del pequeño elfo, pues eran los colores de las cortinas de la abuela, cuando a los elfos aún les permitían tener cortinas.
Los enormes colmillos, que surgían de la mandíbula del trol para ir de forma irregular hacia arriba, brillaban como medialunas y no inquietaron en lo más mínimo al pequeño, quien, convencido de que cualquier cosa que sirviera para morder estaría dentro y no fuera de la boca, los tomó por elementos decorativos, a menos que sirvieran para ensartar rosquillas. En tal caso, su función sería hacer de despensa portátil, o quizá una más divertida: servir de palo para algún juego en el que fuera necesario ensartar rosquillas.
Este pensamiento llenó su espíritu de alegría. Su alegría burbujeó como el agua que hierve en una olla y, precisamente como lo hace el agua que hierve en una olla, se desbordó para que todos pudieran regocijarse.
—Eres tan bonito —le dijo el pequeño elfo al trol. Su voz estaba tan llena de júbilo que tenía un tono ensoñador. Su sonido produjo ecos llenos de ternura y de alegría, y el regocijo resonó en la mente de todos los que le escuchaban.
A todos los presentes se les transmitió ese instante de alegría, de fe en la vida, que había producido una hermosa criatura como el trol.
—¡Eres tan grande! Sabes, ¡eres el primer trol que veo! Eres... imponente. Sí, imponente. La abuela no me había dicho que un trol podía ser tan bello...
—¿Be... be... bello? —El trol comenzó a recuperarse de la impresión.
No se atrevía ni siquiera a respirar. Por un instante pareció casi cambiar de expresión, o quizá sería más apropiado decir adoptar una.
—Bello. Sí. La abuela tampoco había visto uno nunca, un trol, quiero decir. ¿Qué decía la abuela? Que el primer trol que encuentras es sin duda también el último. Quizá con eso quería decir que hay pocos troles y que si al menos logras ver uno en la vida, eso ya es gran cosa. ¡Por lo tanto es una suerte ver un trol! ¡Soy tan feliz! ¡Feliz! Yo no sólo he encontrado uno, sino que además es tan hermoso. ¡Bello!
—¿Be... be... bello? —gimió el trol.
—¿Es cierto que siempre estás viajando y que no te detienes nunca? —continuó el pequeño—. ¿Es cierto que has visto el mundo? ¿Todo el mundo, también el que está detrás de las colinas? ¿Es cierto que has visto el mar? ¿Es cieno que el mar existe? Ya sabes, la gran agua, agua por todas partes, como un prado, sólo que en lugar de hierba hay agua. Debe de ser bello ser un trol. Debe de ser bellísimo.
—¿Be... be... bello? —masculló el trol.
—Sí, realmente bello. Es un honor poder conocerte. Yo me llamo Yorshkrunsquarkljolnerstrink.
—Lamento que tú con tos. Tú decir más yo mi bello.
—Eres bellísimo. ¡Bellísimo! ¡Be-llí-si-mo! —El pequeño estaba realmente encantado. Su voz era cada vez más ensoñadora—. Tan grande. Debe de ser hermoso ser tan grande.
La voz del pequeño elfo era dulce y embriagadora como la brisa de primavera. Era una dulzura que penetraba en el alma y la arrullaba.
—Elfo buena papilla, pero este elfo me decir be... be... bello.
—Oye, no me creo más estas historias. —El menos impresionado parecía ser el pequeño elfo—. ¡Sé que nunca me comerías! Sólo estás hablando irónicamente.
La mujer estaba lívida. El cazador, que normalmente nunca se descomponía, también estaba palidísimo.
—Era mejor quedarnos en Daligar —dijo—, nos tocaba también una última comida antes de ser colgados.
—«Habría sido» mejor si nos «hubiéramos quedado», en Daligar, «nos habría», etcétera —corrigió automáticamente el pequeño.
—¿Vendiste por mucho dinero a tu padre? —preguntó el más grande de los dos gigantes.
—Un mal negocio —respondió el cazador, desconsolado.
El pequeño se acercó a los dos gigantes.
Cualquier persona que anduviera con alguien equipado para transportar rosquillas o para usarlas en el tiro al blanco, no podía ser sino infinitamente pacífico y bueno, no como aquel terrible cazador que andaba cargado de arcos, flechas y puñales, y además siempre era tan irascible.
—¿Sois leñadores? —preguntó.
—¡¿Leñaqué?!
—¡¿Quiénes, nosotros?! —Los dos gigantes estaban cada vez más estupefactos.
—¡Leñadores carpinteros! —El pequeño, feliz, pasaba su manita a lo largo del mortífero filo de las hachas—. Transforman las ramas de los árboles muertos en cosas para las personas vivas. Cunas, sillas, mecedoras. ¿Sabéis que mi abuela tenía una mecedora? Era una mecedora pegada a mi cuna, así cuando ella se mecía yo también me mecía. ¿Sabéis hacer mecedoras?
Mientras pensaba en las mecedoras y en los juguetes, el alma del pequeño elfo se llenó de ternura. De repente sintió un inmenso deseo de normalidad, de cotidianidad, de casa. Volvió a sentir nostalgia por la madre que nunca había conocido, por la abuela que había dejado.
Y toda esa ternura infinita se desbordó desde su alma hacia su voz.
Todos los presentes tuvieron la impresión de que les corría miel por las venas. Todos sintieron el deseo de que continuara, esa miel que les corría por las venas, ese repentino sentimiento de ser buenos y amados.
—Bueno —respondieron los dos carpinteros vagamente—, más o menos.
—¿También juguetes? ¿Fabricáis juguetes? ¿Muñecas, caballos que se mecen?
—¿Ju...qué?
—¿Quiénes, nosotros? ¿Muñecos?
—¿Alguna vez habéis hecho una mecedora que formara una sola pieza con una cuna?
—Mmmmm... no, no, no, no, todavía no se nos había ocurrido.
—Podríais hacerlo, es una buena idea, una bonita idea.
—Mmmmm... sí, una bonita idea.
—¿Nunca cortáis árboles que aún no estén muertos?
—Mmmmm... no, nunca —dijo el gigante grande.
—Los matamos antes —confirmó el gigante pequeño—, así no sufren.
—Debe de ser bonito ser leñador. Ser campesino debe de ser también un trabajo muy hermoso. Donde primero estaba la tierra después está el trigo. Ha sido tan bonito conoceros, él es tan bello y vosotros tan buenos.
—¿Buenos?
—¿Be... be... bello?
Los dos gigantes se miraron, luego se encogieron de hombros.
La oscuridad era cada vez más profunda. Una llovizna leve volvió a caer.
Por esa noche, se sentaron todos juntos alrededor del fuego que el pequeño había encendido, bajo una especie de techo improvisado con las ramas que los dos «leñadores» habían cortado con sus mortíferas hachas.
El perro y el pequeño dormían acurrucados juntos, como dos comas abrazadas; luego estaban los tres montañeses, en este orden: el más pequeño de los dos gigantes, el más grande de los dos gigantes y finalmente el trol, el doble de grande que la suma de los otros dos.
El cazador y la mujer estaban al otro lado del fuego.
Los dos gigantes roncaban. El trol murmuraba en el sueño.
—Be... be... be... be... be... be.
—¿Va a seguir gimiendo toda la noche? —preguntó el cazador exasperado.
—En cuanto pare de gemir nos despelleja. Si yo fuera tú, no me lamentaría.
El cazador dejó de lamentarse.
El gemido del trol se fundió con el ronquido de los otros dos.
Durante el sueño, la mujer se dio la vuelta y casi llego a rozar al cazador; éste permaneció inmóvil hasta el alba, temiendo que ella se despertara y se alejara de nuevo.
El pequeño elfo, acurrucado entre las patas del perro, se preguntó si «Pequeño trol» podría ser un buen nombre para un perro. Le pareció bonito, pero el perro no tenía el portarrosquillas al lado de la boca.
Luego se durmió y soñó con el mar.


Capítulo 9
El alba se alzó llena de tonos rosados y dorados que aclararon el cielo; el brillo de las estrellas se desvaneció en ellos, perdiéndose con la luz que iba aumentando. El cielo era cristalino. El paisaje de las colinas alternaba cimas verdeantes, que resplandecían bajo el sol, con minúsculos valles aún invadidos por la niebla.
Algunos pájaros cantaban.
El primero que se despertó fue el trol, seguido por el pequeño elfo, que no paraba ni un instante de hacerle comentarios sobre su belleza, su poder y su grandeza.
El pequeño comentó algo sobre el brillo de las crestas violáceas que el trol tenía debajo del cuello, donde se había posado el rocío que ahora centelleaba con el sol. Luego alabó sus garras, que parecían medialunas de una noche de verano, y su nariz circular y rojiza, que parecía la luna llena de una noche de invierno. Después habló profusamente de la bondad de los dos gigantescos humanos, que transformaban tanto los árboles muertos como los agonizantes en fuego cálido y cunas y mesas y juegos. En los ojos del trol y en los de los leñadores brillaron lágrimas de emoción.
Uno de los dos gigantes sacó su alforja para ofrecer desayuno a toda la comitiva.
El cazador lo miró con gran perplejidad, con una expresión totalmente atónita, como si hubiera visto el fantasma de su propio padre. La alforja contenía seis mazorcas, es decir, la cifra astronómica de una para cada uno, y un pedazo de jamón ahumado.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink miró con dolor el pedazo de jamón y gimió un poco. Fue poca cosa comparada con el conejo porque, aquí, la muerte de la criatura se remontaba demasiado tiempo atrás como para poder sentir aún su dolor y su miedo ante la muerte.
—¿Entonces nos lo podemos comer? —preguntó el cazador, esperanzado.
—¡Jamás! —respondió el pequeño elfo escandalizado. Se dirigió a los otros tres—: No queríais comeros una criatura que estuvo viva. ¿Vosotros? ¿Vosotros que sois hombres tan bellos y buenos?
—Mmmmmmmmmm, ¿quiénes, nosotros?
—Mmmmmmmmmm... no, nosotros no.
—Quién sabe cómo fue a parar en la alforja.
—Nosotros bellos y buenos no come esta cosa que tú no querer.
El cazador estaba cada vez más perplejo y atónito, como si toda esta conversación que al pequeño le parecía una conversación normal después de tantos días de absurdos, a él, por algún motivo, le pareciera extraña.
Mientras las mazorcas se doraban en el fuego, el pequeño cavó un hueco minúsculo y sepultó el pedazo de jamón. Lo tapó todo y lo adornó, a falta de flores, con un ramo de bayas rojas. Durante toda la operación, el cazador no dejó de mirar fijamente el jamón con cara de estar viendo el entierro de un pariente cercano. Quizá había conocido al cerdo y se emocionaba al recordarlo... En definitiva, no era tan malo.
La idea de una mazorca para cada uno había sido ilusoria. El trol se comió tres, los gigantes una cada uno, y el hombre, la mujer y el pequeño se dividieron la sexta, pero aun así fue una fiesta.
Al final, mientras el sol estaba alto, un verdadero sol que resplandecía en un verdadero cielo azul, los dos grupos se despidieron, y cada uno se fue por su propio camino.
El hombre, la mujer y el pequeño elfo caminaron, seguidos por el perro, bajo la luz brillante del sol. En un pequeño claro encontraron un pedazo de pergamino pegado en un árbol. Anunciaba el paso de dos peligrosos bandidos que iban acompañados de uno de los troles más feos que se recordaba. Se prometía una recompensa. ¡El pequeño pensó que era una verdadera suerte no habérselos encontrado! ¡En cambio, ellos se habían topado con los dos leñadores y el trol más bello que jamás se haya visto en el universo! Era curioso cuántos troles había en la región.
—¿Alguien puede explicarme qué ha pasado y por qué todavía estamos con vida y buena salud? —preguntó el cazador.
Sajra tenía la sabia sonrisa de quien ha comprendido.
—Lo que está dentro de la cabeza del elfo sale afuera y penetra en la cabeza de quien lo escucha —explicó—. Cuando Yorsh está desesperado, para nosotros es insoportable y cuando tiene miedo, comienza a entrarnos el pánico, pero de todas maneras seguimos pensando. En las mentes... simples, lo que el pequeño dice actúa como una especie de inundación: les llena la cabeza. Él dijo «bello» y «buenos» y ellos se..., cómo decirlo..., se adaptaron a la definición.
—¿Mentes simples? —preguntó Monser.
—Mentes simples —confirmó ella.
—Mentes simples —repitió él, de nuevo. Luego se detuvo y se golpeó la frente con la mano—. Hemos olvidado la cuerda, estaba colgada del árbol como columpio. Esperadme aquí, voy corriendo y la recupero.
La mujer, el pequeño y el perro se sentaron al sol en un claro. El sol era muy agradable.
El cazador corrió como corre el viento. Llegó a donde habían hecho su improvisado campamento, pero ya alguien había abierto y vaciado la tumba del jamón. La simplicidad de las mentes simples también tiene sus límites; no solamente a él se le había ocurrido la idea de recuperar el cadáver.
Agarró la cuerda, la enrolló, la puso en su alforja y luego se puso en marcha.
Mientras caminaba recordó la conversación que había quedado pendiente. ¿Cómo era esa historia de la profecía?
Llegó al claro y lo preguntó.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink se acordó nuevamente, buscó en su memoria y recitó:
—«Quando el agua sumerja la tierra, el sol desaparecerá, las tinieblas y el frío llegarán. Quando el último dragón y el último elfo rompan el círculo, el sol de un nuevo verano brillará en el cielo...».
—¿Y qué quiere decir?
—No lo sé.
—¿Tu abuela nunca te habló de la lluvia?
—Claro que me hablaba de la lluvia.
—¿Y qué decía?
—Decía: «Hoy lloverá otra vez» o «Cúbrete bien que llueve» o «Las mantas están enmohecidas...». Una vez dijo: «El techo gotea...». Otra vez dijo: «Aquí se vendrán a vivir las ranas». Luego, la tercera vez que tuve un resfriado, ¿ya os he contado sobre la tercera vez que tuve un resfriado? Fue cuando el moco que me tapaba la nariz se volvió...
—No, quiero decir que si la abuela nunca te dijo algo sobre por qué en los últimos años ha empezado a hacer tanto frío y a llover de esta manera. ¿Te dijo si tarde o temprano terminará, o si se puede hacer algo para que termine? Algo por el estilo.
—¡Ah, eso! No, nunca dijo nada.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Está bien —repuso la mujer—. ¿Qué sabes sobre los dragones?
—Que son grandes, tienen alas, vuelan, tienen un carácter difícil, sobre todo desde que los hombres los masacraron, y son los custodios de los antiguos secretos del mundo; saben leer las escrituras rúnicas, no como gente que yo conozco, no voy a decir los nombres, que las confunde con garabatos...
—Debemos encontrar al último dragón y al último... —El hombre se interrumpió como si le hubiera venido algo a la mente. Miró al pequeño y no se atrevió a continuar.
—Al último elfo —terminó el pequeño—. ¡Pobrecito! El último elfo. Debe de ser terrible ser el último elfo. Estar siempre solo. Además, esto quiere decir que ya no habrá más elfos. Es atroz. ¡Atroz! Me siento mal sólo de pensar en ello. Oye, así podré conocer a otro elfo. Sólo me he conocido a mí mismo y a mi abuela. Y una vez que lo conozca, él ya no será más el último elfo, porque seremos dos y será bellís... —El pequeño se detuvo. Se le ensombreció el rostro—. Pero si yo existo, él no puede ser el último... —Se hizo un silencio. Un largo silencio—. Yo soy el último elfo.
Silencio. Largo silencio. De repente el sol desapareció y se dispersó la niebla. Un pájaro emitió un chillido ronco. La mujer se inclinó, rodeó al pequeño con sus brazos y lo estrechó como nunca antes lo había hecho.
—Es una profecía. Nosotros no sabemos a qué época se refiere. Quizá sucederá dentro de miles de años... Quizá ni siquiera es verdadera. Las profecías no siempre aciertan, al contrario...
El pequeño se puso lívido. Sus ojos verdeazules perdieron la luz por completo.
—Quizá dentro de dos mil años —insistió el hombre—. A lo mejor no sucederá jamás.
También él se había inclinado para rodear al pequeño con sus brazos.
Se quedaron allí, un solo bloque en la niebla. Empezó a caer una lluvia fina. Ni siquiera entonces se movieron.
El perro se les unió y así fueron cuatro, todos juntos, agarrados bajo la lluvia. La primera que se movió fue la mujer.
—Podemos refugiarnos debajo de los árboles.
—Hay una torre aquí cerca. Oigo el sonido del agua. Estamos cerca de un riachuelo, no muy lejos de la ciudad de Daligar, de espaldas al río. Sé dónde estamos. Por este lado debe de haber una torre abandonada con un árbol encima.
—¿Cómo lo sabes?
—Oigo el sonido del agua del riachuelo, y además he visto el dibujo. Ya os lo he dicho. Sé dónde estamos.
—Pero ¿qué dibujo? ¿De qué hablas?
—Luego os lo explico. Ahora vamos a buscar un lugar donde refugiarnos. —El pequeño parecía cansadísimo. Su mirada ya no tenía ninguna luz.
Superaron con esfuerzo los espinosos matorrales de zarzas. Encontraron un riachuelo. El agua era limpia y las orillas estaban recubiertas de hierba verde y suave. No muy lejos del punto por donde habían salido del zarzal, se abría un pequeño claro sobre el cual se levantaba una torre semiderruida. Encima de la torre crecía un roble enorme.
Se refugiaron en el interior. La habitación central de la torre estaba intacta, e incluso había un haz de leña casi seca que el pequeño encendió con un esfuerzo infinito.
El cazador llenó su cantimplora con agua y hubo agua para todos.
Después, el hombre logró pescar una minúscula trucha y le explicó al pequeño que no había otra alternativa. O la muerte del pececito o la muerte de ellos, la de él, la de la mujer y la del perro, por causa del hambre.
El pequeño asintió. El perro se quedó junto a él, enroscado a su alrededor, tibio y silencioso.
Yorsh dejó a un lado su desesperación un momento para encontrarle finalmente un nombre al perro. «Fiable» podría ser un buen nombre. Aquel que nunca te abandona, nunca te deja, siempre está a tu lado para luchar por ti. Quizá sería cuestión solamente de acortarlo un poco. Fiable, fiel... Fido. Finalmente, el nombre perfecto. ¡Fido!: fiel. Ése era el nombre preciso. Mi compañero fiel, mi perro Fido . Perfecto.
Una vez que le encontró nombre al perro, el pequeño regresó a su desesperación. Solamente quedaba él. Los otros, acosados, cazados, deportados, ridiculizados; a veces colgados; a veces, simplemente, abandonados para que murieran de hambre. Todos estaban muertos, expulsados del reino de los vivos. Ya no había ninguno, excepto él. Era el último.



Capítulo 10
En una esquina, el hombre y la mujer se comieron su media trucha sintiéndose como dos verdugos, mientras en la esquina opuesta el pequeño agonizaba. El cazador le había llevado un par de setas que había encontrado, pero el pequeño no había querido probarlas. El perro se acurrucó junto a él y el pequeño lo abrazó. Luego les pidió a los dos humanos que salieran y sepultaran lejos, y de manera decorosa, lo que quedaba de la pequeña trucha. Sintiéndose al mismo tiempo los peores idiotas y los peores criminales que jamás hubieran existido, los dos obedecieron.
Cuando regresaron, el pequeño se levantó de su rincón y sacó de debajo de su ropa amarilla una raída bolsita bordada. Le dio la vuelta para vaciarla y de ella salieron un trompito de madera pintado de azul y rojo, un minúsculo libro encuadernado en un desgastado terciopelo azul con bordados de plata que formaban caracteres élficos y un pedazo de pergamino enrollado, atado con un lacito de terciopelo azul.
—El azul es el color de los elfos —explicó el pequeño—, pero ahora nos está prohibido. Nosotros odiamos el amarillo.
Los dos humanos asintieron.
El pequeño desató el lacito y abrió el pergamino.
—¿Sabéis qué es esto? —preguntó el pequeño.
—Un pedazo de pergamino.
—Sí, de acuerdo. Pero ¿sabéis qué son estos signos?
—¿Dibujos? —propuso el hombre.
—¿Letras? —probó la mujer.
—¡Es un mapa! Cuando mi abuela me dijo que me fuera, me hizo coger también el libro de poesías y el mapa. El libro de poesías era de mamá y el mapa era de papá. Él era un viajero. Por eso murió. Los elfos no pueden estar fuera de los Lugares para Elfos. Cuando trató de regresar a casa, al Lugar para Elfos donde nosotros estábamos, los guardias que lo seguían lo atraparon y lo condenaron a muerte. Por eso nunca conocí a mi padre. Éste es el mapa de todo el camino que hemos recorrido y del que nos queda por recorrer aún. Pero... ¿no sabéis leer un mapa? Es fácil, los nombres están escritos tanto en lengua élfica como en lengua humana. —Silencio. Una duda terrible atravesó la mente del pequeño elfo—. ¡Vosotros no sabéis leer! ¡No sabéis leer en absoluto! ¡No sólo las runas antiguas sino tampoco la lengua común!
Silencio. El hombre sacudió los hombros. La mujer asintió.
¡Era terrible!
El pequeño elfo sintió compasión por esas dos pobres criaturas perdidas en un mundo donde no existía la posibilidad de conservar las palabras. Se acordó de que debía ser paciente con ellos, cortés y paciente, porque ellos estaban perdidos en un mundo donde las palabras estaban perdidas en el tiempo y sólo quedaban en la memoria.
El pequeño les explicó el mapa: por un lado estaban las Montañas Oscuras y, más allá de ellas, el mar. Abajo, a la izquierda, estaba dibujado un gran grupo de casas rodeadas de muros y atravesadas por un río. Eso era Daligar, ahí estaba escrito. El río se llamaba Dogon, eso también estaba escrito. El sitio en donde se hallaban en ese momento era ese riachuelo de allí, el riachuelo sin nombre; cerca estaba dibujada una torre con un pequeño roble encima. En la que se encontraban ellos era sólo media torre con un enorme roble encima. Evidentemente, desde que su padre había pasado por allí hasta ahora, las cosas habían marchado bien para el roble y no tan bien para la torre, pero el lugar era sin duda el mismo. El riachuelo se volvía a encontrar un poco más allá con el Dogon, el río de Daligar, y aún más allá se hallaba Arstrid, que era la última aldea señalada en el camino hacia las Montañas Oscuras. El río atravesaba las montañas por un valle profundo, tan bien dibujado sobre el mapa que se podía apreciar hasta la roca que se abría a su paso. Era una roca que tenía encima un penacho de humo y un aviso que decía «Hic sunt dracos», en lengua de la tercera dinastía rúnica: «Aquí están los dragones».
Después de la roca había un dibujo extraño sobre el río.
Bastaba con seguir el riachuelo para llegar al río. Bastaba con seguir el río para llegar al dragón.
Yorsh era el último elfo.
Él era quien debía hacerlo.
—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó la mujer.
—Mi nombre. Está dentro de mi nombre. Mi nombre es Yorshkrunsquarkljolnerstrink; nerstrink, en lengua élfica, significa «el último».
—A lo mejor no quiere decir nada. A lo mejor es un sonido como cualquier otro, sin un significado real. Yo me llamo Sajra, que es el nombre que le dan en mi pueblo a las flores que crecen sobre las paredes, pero yo para nada soy una flor.
—¿Qué quiere decir el resto del nombre? —preguntó el hombre.
—¡Grande y poderoso!
—Sin duda es solamente un montón de sonidos —confirmó el hombre.
—Shk es un aumentativo que indica superioridad absoluta.
—¿Un qué?
—Quiere decir «el que más». Runsq quiere decir «grande», y uarkljol, «poderoso». El más grande, el más poderoso y el último, ése después del cual ya no habrá ningún otro. —El pequeño se veía diferente. Sus grandes ojos brillaban de verde y de azul, los colores de los elfos, iluminándole el rostro como desde adentro. Parecía incluso más alto—. Partimos mañana —dijo con calma—. Vamos a buscar el último dragón. Él y yo debemos romper un círculo. No sé qué círculo. No sé qué quiere decir. Pero después el sol regresará. —Luego el pequeño levantó los ojos y miró a su alrededor. Lo rodeaban las paredes de la antigua torre—. Mi papá estuvo aquí —dijo emocionado. Miró largo rato las piedras antiguas y las rozó con su mano—. También mi padre tocó estas piedras —agregó. Luego miró el mapa de nuevo—. En el mapa hay este dibujo extraño, como si mostrara algo que está más abajo. —Mostraba algo que estaba más abajo. Mostraba que en el subsuelo, bajo sus pies, la torre continuaba cavada en el suelo. El haz de leña escondía una trampilla que llevaba a una celda secreta donde estaban guardadas una espada, un hacha y un arco. Todo tenía incrustaciones de plata, que formaban inconfundibles letras élficas. El arco tenía tres flechas, también con incrustaciones de plata rodeadas de espirales de misteriosas palabras.
—¿Cómo se llamaba tu padre? —preguntó el hombre, cuando pudo recuperar la voz.
—Gornonbenmayerguld.
—¿Qué significa?
—«El que encuentra el camino y se lo muestra a los demás.»
En el carcaj también había una bolsita de terciopelo azul con tres monedas de oro.
—Tu padre te dejó toda una herencia —concluyó el hombre.
El pequeño elfo tuvo la impresión de haberse vuelto menos huérfano. Era una sensación curiosa. Como si la soledad fuera un muro de vidrio que mostraba por primera vez fisuras y grietas.
Era el último de una estirpe desaparecida, pero desde el pasado le llegaba un poco del afecto que el presente le negaba.
Sus dedos pasaban y repasaban los objetos: habían sido hechos para él, se los habían legado.
Alguien lo había amado mientras los fabricaba, mientras se los legaba.
Esperó que la Muerte fuera un lugar desde donde su padre pudiera verlo.



Capítulo 11
Al amanecer la niebla se disolvió. Se pusieron en camino a buen paso siguiendo el torrente. Después de algunas horas comenzó una lluvia leve que no entorpecía la marcha.
Al final de la mañana divisaron el río. Las zarzas fueron sustituidas por grandes castaños, lo que significaba caminar rápido y con la barriga llena. Mientras caminaban se comían las castañas crudas para no detenerse a cocinarlas.
El río se alargó. El cielo se aclaró. La lluvia cesó. En un meandro encontraron un grupo de tres casas junto a un campo de maíz y un viñedo. No podía ser sino Arstrid, la última aldea señalada. Había prados, un bosque de castaños y, al fondo, comenzaban las alturas. Las Montañas Oscuras no estaban lejos. Detrás de las casas había unas rejillas donde se estaban ahumando una docena de truchas sobre una gran olla de cobre. Alrededor de las casas había una buena cantidad de manzanos cargados de frutos. En medio del meandro había tres barquitas que se mecían con la corriente, amarradas con sogas y palos gruesos. Había una decena de borregos grandes y un par de cabras entre las hileras de los sembrados, en medio de los prados y los castaños. Cada una de las casas tenía una chimenea de la que salía humo.
—Antes de la lluvia sin fin, todo el mundo debía de haber sido así de rico y de hermoso —dijo la mujer.
Los habitantes, una docena entre hombres y mujeres, además de un número indeterminado de niños, se reunieron cuando ellos llegaron. Tenían ropas hechas de gruesa lana virgen o teñidas de índigo. Miraron la túnica amarilla del pequeño y el arco élfico que el cazador llevaba, pero no mostraron ni temor ni desagrado.
El cazador fue el primero en hablar. Saludó con cortesía, dijo su nombre y preguntó si era posible comprar alimentos, una de las barcas y ropas.
El grupo no respondió de inmediato. Hubo un largo conciliábulo; luego, el que parecía el más anciano del grupo, un hombre alto con una barba corta y blanca, les preguntó cuánto tenían para pagar.
—Una moneda de oro puro —ofreció el cazador.
Siguió una negociación interminable. No había nada que hacer, el viejo quería tres monedas. El cazador tuvo que ceder.
El negocio se hizo finalmente. La barca escogida era pequeña, pero sólida. El cazador cargó un odre de leche de cabra, un saco grande de manzanas, uno más pequeño de mazorcas y dos, aún más pequeños, de truchas ahumadas y uvas pasas. Luego compró una túnica, unos pantalones y una gran capa de lana color índigo para Yorsh, para que así pudiera deshacerse de sus ajados y ásperos trapos amarillos.
Yorsh se alegró al verlo.
—También el otro elfo estaba vestido de azul —dijo el viejo—. El que pasó por aquí hace algunos años. El que nos vendió la olla de la abundancia y de la concordia por estas tres monedas de oro.
—¿La qué?
—La olla de la abundancia y de la concordia —explicó el viejo señalando la olla para ahumar. Era una olla extraña, con una especie de doble fondo, donde se metía el carbón, y unos agujeros arriba, por donde salía el humo—. Desde que la olla funciona hemos estado protegidos contra la miseria y las disputas. La cantidad de lluvia es la adecuada. Y desde que pasó el elfo hasta ahora no ha habido más riñas; antes había por lo menos tres diariamente. Y no siempre terminaban bien, ya que por estos lugares todos somos hábiles con el cuchillo. Las tres monedas de oro eran exactamente como éstas. Una, algo ovalada, y otra, algo abollada por un lado. El pequeño elfo es hijo del otro, ¿cierto? Pues ha sido un placer hacer negocios con ustedes. No sólo porque hemos recuperado el oro de nuestra aldea, sino porque si ustedes también propagan la concordia y la abundancia, habrá sido bueno haberles ayudado.
—¿No cree que recuperar una de las tres monedas de oro nos podría ayudar después? —intentó el cazador.
—Estoy seguro de que ustedes son perfectamente capaces de arreglárselas así —respondió el viejo serenamente—. Antes de partir, el otro elfo nos dio una lección sobre las leyes del comercio y la negociación. Era un ser realmente extraordinario.



Viajar en barca era muy bonito. Sólo había que quedarse tendido sobre la espalda mientras que la corriente hacía todo el trabajo de llevarlos en la dirección correcta. La barca era maravillosamente confortable. Tenía un pequeño techo de madera para protegerlos de la lluvia, y un brasero de fuego para calentarles los pies y asar las mazorcas. Por la mañana y por la tarde iban a la orilla para que el perro corriera un poco y para recoger ramas y leña seca. Las orillas a veces eran rocosas y a veces estaban bordeadas por playas angostas, pero siempre eran agradables y desiertas. Por primera vez en sus vidas, el hambre, su constante compañera, los había abandonado. El pequeño elfo aceptó que los tres carnívoros se comieran algunos bocados de trucha ahumada.
Se acercaban a las montañas cada día más, de modo que cada vez era más largo el tiempo del día que estaban bajo la sombra de las cimas. El pequeño elfo se sentaba silencioso, cerca del brasero, con su librito entre las manos.
—Tu padre debió de tener una magia extremadamente poderosa —dijo Monser una mañana.
—La abuela decía que no. La magia no es igual para todos. Hay quienes tienen más, hay quienes tienen menos. La abuela decía que papá era sin lugar a dudas el elfo menos mágico que había conocido. Decía que todo lo que sabía hacer con la magia era encender un fuego, siempre y cuando las cosas fueran favorables y el viento soplara en la dirección correcta. En cambio, la abuela también sabía hacer hervir el agua y curar las verrugas con hierbas.
—¿Y entonces cómo lo hizo tu padre para convertir esa aldea en un lugar rico y pacífico? ¿Cómo pudo disminuir la lluvia?
—No lo sé. ¡Nada tiene sentido!
Ahora la sombra los rodeaba por todas partes. El río corría tranquilo por el centro de una gigantesca garganta.
Las paredes caían en picado sobre el agua desde alturas vertiginosas. Encima de ellos, el cielo se había convertido en un corredor paralelo al río, en medio de los dos murallones de roca que lo flanqueaban.
Arriba, sobre la pared más alta, se divisaban un montón de piedras, que podían ser un pico o quizá una construcción. Lo que no dejaba dudas era la presencia de un enorme penacho de humo, que se elevaba por encima de todo, y de un escrito esculpido en la parte de abajo en enormes caracteres:

HIC SUNT DRAGOS

«Aquí están los dragones». Caracteres de la segunda dinastía rúnica. Eso era lo que el pequeño estaba señalando.
La corriente era veloz, pero la barquita estaba dotada de un remo, y el hombre había conseguido acercarse a la orilla y atracar agarrando la punta de una roca con su cuerda. La cuerda se tensó, la barquita viró bruscamente en ángulo, detrás de la punta de la roca. La proa se metió en un matorral. Escondida detrás de éste, había una playa diminuta de uno o dos pasos de ancho. Era el único atracadero posible en toda la garganta y al fondo había unas escaleras estrechísimas y empinadísimas talladas en la roca clara.
El pequeño sacó su mapa y lo miró.
—Ya entiendo lo que significa esta señal: es una cascada. Puedo oír su sonido. No podemos regresar al río, porque más adelante está la cascada. ¡Más vale que subamos las escaleras.
Se pusieron en marcha. Los peldaños eran estrechos y empinados. En algunos sitios estaban desmoronados. En otros, el musgo los había hecho peligrosos y resbaladizos. Después de las primeras horas de camino, el sol apareció. Llegaron lo suficientemente alto como para poder ver la cascada. Era un paredón de agua vertical que formaba los colores del arco iris con el sol. La fatiga comenzó a sentirse. Paraban cada vez con mayor frecuencia. Finalmente, al llegar las primeras horas de la tarde, las escaleras se acabaron. Sobre las Montañas Oscuras había una vasta llanura, y después de la llanura, una larga raya azul que separaba el horizonte del cielo. ¡El mar! ¡Estaban viendo el mar! El pequeño elfo volvió a cobrar valor. Hasta su cansancio desapareció. Había visto el mar, como su padre. Encima de él se hallaba escrito:

HIC SUNT DRAGOS

Luego el camino se curvaba y llegaba al montón de piedras que, como ya podían apreciar, resultó ser una enorme roca que había sido excavada para convertirla en un refugio. La cúspide de la roca se perdía en la espesísima capa de nubes bajas que siempre rodeaba la cima. Lo había logrado. Había llegado.
El hombre tenía en las manos el arco con la flecha preparada. La mujer apretaba la pequeña hacha. El perro también parecía incómodo, daba vueltas y olfateaba preocupado.
El pequeño alcanzó la cima. Había un enorme portal con escritos a ambos lados. Eran letras de la primera dinastía rúnica.
—¿Qué dice? —preguntó el hombre.
El pequeño comenzó a descifrar el escrito.
El terror y una especie de enorme alegría lo atenazaban a la vez. Su destino estaba a punto de cumplirse. Su destino estaba frente a él.
—"Proi... belur proibetur... sputaz... zei... lis. Prohibido escupir.»
—¿Prohibido escupir? No es posible. ¿Estás seguro?
—Sí. —También Yorsh estaba perplejo.
—Oye, espera, hemos atravesado medio mundo, casi se nos salen los pulmones en esas malditas escaleras...
—¡Las escaleras no eran tan terribles!
—¡No eran terribles porque te he llevado en brazos! ¿He subido más escaleras que gotas de agua hay en el mar para venir a leer que está prohibido escupir? ¿No debería de haber un círculo, el futuro, el sol de la nueva primavera? Mira si hay escrito algo más, allí hay otros garabatos.
—Está prohibido escupir, correr, tirar migas y hablar fuerte —confirmó el pequeño elfo—. Es obligatorio lavarse las manos antes de entrar —agregó.
En aquel momento la puerta se abrió y apareció el dragón.



Capítulo 12
El dragón parecía cansado.
Era realmente viejo y no es fácil descifrar la expresión de un dragón, sobre todo si es un dragón muy viejo y si es la primera vez que te encuentras con uno, pero era evidente lo cansado que estaba.
El portal de madera era enorme, tan alto como media docena de troles subidos uno sobre la espalda del otro. Había hecho un ruido impresionante al abrirse, dejando ver una enorme sala donde crecían y se unían racimos de estalactitas y estalagmitas, que creaban tramas infinitas de luces y sombras. El dragón estaba en el centro. La luz entraba desde arriba, filtrada por decenas de ventanitas cerradas con delgadas láminas de ámbar, que daban a todo el lugar una luminosidad dorada.
—¿Qué mal les ha acontecido, oh incautos extranjeros, que hasta al mío umbral han arribado para formar su impúdico alboroto y violar la paz de estos plácidos parajes? —La voz del dragón, por algún motivo, los pilló desprevenidos. Se sobresaltaron. Luego se miraron unos a otros tratando de decidir con la mirada cuál de los tres era el más indicado para responder.
Monser fue el primero en armarse de valor.
—Escuche, noble señor, yo soy un hombre y él es un elfo...
—Nadie es perfecto en este mundo —comentó magnánimo el dragón, que no pareció impresionado por la noticia—. No todas las criaturas pueden nacer siendo dragones, que es la mejor forma de la naturaleza —concluyó condescendiente.
Esta interrupción dejó al cazador perplejo durante un instante, tragó, respiró profundamente y luego volvió a empezar:
—Él, el pequeño elfo, quiero decir, se llama Yorshkrunsquarkljolnerstrink.
Ni siquiera esta información pareció impresionar al dragón.
—La prohibición de escupir está cuidadosamente señalada.
—No he escupido, ése es su nombre. Su padre se llamaba Gornonbenmayerguld.
—Cada uno tiene su propio nombre —replicó el dragón, cada vez menos impresionado.
Se hizo un silencio incómodo. El destino parecía incierto y el hado, evidentemente, debía de haberse perdido por el camino.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink trató de reiniciar la conversación.
—Hemos leído una profecía que hablaba de usted, imb... no, excelencia.
—¿Quién y qué fabricó esa profecía?
—Los humanos de la segunda dinastía rúnica, en la ciudad de Daligar.
—Asaz difícil es el arte del futuro predecir, y nunca se ha sabido que los humanos lo adivinasen, y siempre necio fue considerado aquel que creyó en los garabatos hechos sobre un muro. Ahora, señores, los invito la molestia a dejar, lo que significa que se deben ir de aquí —concluyó el dragón.
El portal se cerró otra vez. El estruendo fue tan ensordecedor que alguna piedrecilla rodó desde lo alto de la cima y ellos tuvieron que esquivarla. Luego, de nuevo hubo silencio.
—Pero ¿cómo diablos habla? ¿Qué ha dicho? —preguntó Monser.
—Ha dicho que la profecía es una tontería y que debemos irnos de aquí —tradujo el pequeño, fatigado.
Se dejó caer encima de una gran piedra. El perro vino a lamerle la cara.
El hombre también estaba petrificado. Se acuclilló de inmediato en el suelo. Con la cabeza entre las manos.
La mujer permaneció de pie, pensativa.
—¿Cómo sabe que la profecía está escrita en una pared? —preguntó finalmente. Era la única que estaba de pie—. Era más probable un pergamino, una tabla, un escudo, un icono; los lugares donde normalmente se escribe. —La mujer se agachó, cogió una piedra y la lanzó con todas sus fuerzas contra el portal—. ¡Oye, tú! —gritó con todo el aire que tenía en los pulmones—, ¡vuelve a abrir esa puerta, si no quieres que te la echemos abajo a pedradas!
—¿Estás loca? ¿Quieres morir?
—No, por el contrario, no quiero morir. Estamos en la cima de una montaña a la cual se llega sólo a través de un río que es demasiado veloz para ser remontado contra corriente y que se dirige hacia la cascada más peligrosa que pueda imaginarse. Si hay una salida, pasa por la cueva de este fulano, por lo tanto vale la pena intentarlo o nos quedaremos aquí eternamente a dejarnos comer por los cuervos. Y además, en este punto, no se da marcha atrás. Hemos llegado hasta aquí y de cualquier modo nos enfrentaremos al dragón.
—¡No le hará falta combatir mucho para hacernos pedazos! ¡Basta con que se tropiece con nosotros!
La mujer no lo escuchó. Se volvió de nuevo hacia el portal, y esta vez le asestó un golpe con el hacha élfica. Volaron astillas hacia todos los lados.
—¡Oye! —gritó de nuevo—, ¡te hablo a ti!
El portal se volvió a abrir, sólo un poco.
—¿Cómo pudiste tú osar...? —comenzó el dragón.
—Tú también sabías lo de la profecía, ¿verdad?
—Alguna cosa he oído —admitió vagamente el dragón—, pero esto ninguno significado tiene.
—¿Tienes miedo? —preguntó la mujer—. ¿Hay algo en nuestra llegada que te produzca miedo, que te pueda poner en peligro? ¿Algo que nosotros no sepamos? Es demasiado extraño que no eres ni siquiera un poco curioso...
—No «seas» —corrigió automáticamente el pequeño.
La mujer lo fulminó con la mirada.
—Es demasiado extraño que no seas ni siquiera un poco curioso. ¿Y qué hay de la legendaria hospitalidad de los dragones? ¡Ni siquiera nos has invitado a entrar!
—La venerable edad —comenzó a justificarse el dragón—, la dolor que me producen los huesos de mis pies...
—No tengas miedo —dijo la mujer.
—¿No tengas miedo? —refunfuñó el cazador—. ¿De quién? ¿De nosotros? Basta con que tosa para que terminemos como mazorcas a la brasa.
Se hizo un largo silencio.
—¿Es que no lo entendéis? Está viejo, cansado, solo y ya no tiene poderes. Es él quien nos teme a nosotros. ¿Es posible que nunca entendáis nada? —La mujer estaba realmente enfadada—. No tengas miedo —le repitió al viejo dragón.
Todavía siguió un largo silencio. El único sonido, lejanísimo, era el de la cascada.
Luego el dragón se puso a llorar. Fueron una serie de sollozos convulsos que se transformaron en el lloriqueo de un cachorro asustado.
—Comienzo a comprender por qué los dragones se extinguieron —refunfuñó Monser. Por un pelo esquivó una patada que venía directa hacia su espinilla y, finalmente, el portal se abrió del todo.
La sala era enorme. Capas y capas de telarañas, entre las estalactitas y las estalagmitas, reflejaban la luz ambarina que se filtraba por las ventanas, dándole al lugar un aspecto mágico. Un humo denso lo llenaba todo, el calor era sofocante y una exuberante vegetación de habas doradas se extendía a lo largo del suelo, trepando también por las paredes. Al fondo había muchísimas aberturas que daban a otras salas, también repletas de capas y capas de suaves telarañas sobre las que ondeaban volutas de humo en medio de las vainas de habas.
—¿De dónde sale este humo? —preguntó el pequeño elfo.
El dragón aumentó la intensidad y el volumen de sus lamentos mientras las estalactitas comenzaban a temblar con las vibraciones de los chillidos más agudos. El cazador empezó a mirar a su alrededor, preocupado, y la mujer, por primera vez desde que había entrado en la gruta, parecía asustada.
El perro resolvió el problema: se acercó al dragón y le lamió aullando dulcemente, como hacen los perros cuando están consolando a alguien. El dragón dejó de llorar. Levantó lentamente la cabezota, y el perro y él se miraron fijamente durante un largo rato. El perro meneaba la cola. El dragón se tranquilizaba. Su respiración se normalizó de nuevo. Las estalactitas dejaron de temblar.
Fiable. Fiel. Todas las veces que lo necesitaban, ahí estaba él. Fido: era sin lugar a dudas un nombre perfecto para el perro.
El pequeño elfo comenzó a vagar por la caverna y a observar. Realmente todo era muy extraordinario. El dragón era enorme, sus escamas formaban complicadas y elegantes espirales rosadas y doradas, que en algunos puntos estaban despellejadas y en otros tenían un color grisáceo. Le faltaban muchas escamas, resultado de antiguas heridas que habían cicatrizado formando profundos surcos en los que cabía una mano. Sus patas tenían garras, que debieron de haber sido enormes pero que ahora estaban debilitadas y achatadas. La cabeza del dragón estaba apoyada sobre las patas anteriores y, cuando la levantaba, un leve temblor la recorría.
Era un viejo.
Una pobre criatura ya sin fuerzas.
¡La mujer tenía razón!
Yorsh continuó vagando por el lugar. Se había acercado a la parte más profunda de la caverna dorada.
Lo que vio le cortó el aliento. Había un gigantesco cráter por donde subía un humo intenso, con la velocidad de un rayo, hacia el agujero igualmente gigantesco de la cúspide de la caverna, de modo que, al salir disparado hacia fuera, formaba el penacho de humo. ¡Era un volcán! ¡Un volcán de humo! La abuela le había hablado de ellos.
El pequeño recordó la tarde en que la abuela le había hablado del corazón caliente del mundo, de los volcanes, de los terremotos. Ella había hecho un dibujo sobre el suelo de la cabaña, porque desde hacía tiempo ya no tenían pergaminos, y le había mostrado cómo el corazón caliente del mundo calentaba los volcanes. Con una vela había calentado un frasquito medio lleno de agua y le había enseñado cómo el calor hacía saltar el tapón de madera con un pequeño plop y un soplo de humo. Él se había reventado de la risa, y la abuela también se había reído. Luego había sacado tres nueces que tenía reservadas para las grandes ocasiones y había dicho que siempre que se ríe es una gran ocasión. Había sido una buena idea porque después ya no había habido más nueces. De todas maneras, la abuela nunca más se había vuelto a reír, y por lo tanto ya no había habido nada más para celebrar.
El pequeño se despertó de sus recuerdos y miró la columna de vapor que tenía enfrente.
Sabía lo que era: un pozo profundo que comunicaba con el corazón caliente del mundo, el centro de la Tierra, donde aún ardía el antiguo fuego que había originado la vida. No un volcán de lava y cristales. Un volcán de humo. Antiguos humos sumergidos que encuentran el calor y se convierten en vapor que sube y sube hasta que sale de la Tierra como el penacho de una nube. ¡Por eso siempre había una enorme nube sobre la montaña! Nacía del monte. Más bien, del centro de la Tierra y sólo pasaba a través del monte. Luego el vapor alcanzaba el cielo y allí se liberaba extendiéndose hasta borrar las estrellas. Nubes. Y todavía más y más y más nubes. Las estrellas borradas durante años. Nubes y más nubes. Lluvia y más lluvia.
—Esto es un volcán, ¿verdad? —El pequeño elfo parecía haber recuperado el habla de repente—. Un volcán de humo. El humo llega del centro de la Tierra, sale de aquí, sube y oscurece el cielo, luego se convierte en nube y ésta se convierte en lluvia. —Miró a los otros. Su rostro estaba radiante: ahora lo sabía—. ¡Eso explica por qué hay tanta oscuridad y lluvia! —explicó alegre—. Bastaría con mover esa enorme piedra que hay allí y tapar el hueco, y todo volvería a ser como antes. Sol y lluvia alternándose. No más barro. Además esta piedra parece inc... ¿cómo se dice?, ah, sí, encajar en el cráter. Tiene salientes y entrantes que se corresponden. —El pequeño continuó observando, girando en torno al enorme cráter y la enorme roca—. Oye, se corresponden exactamente. ¡Hasta las vetas de la roca se corresponden! —El pequeño se quedó sin palabras. El interés científico fue sustituido por la indignación—. ¡Esta roca estaba aquí para tapar el cráter antes, y tú la moviste! —le dijo al dragón—. ¡Tú abriste el volcán! —Ahora el tono del pequeño elfo era de verdadera indignación—. ¿Cómo pudiste hacer algo tan estúpido? ¡Algo que ha costado años de barro y lluvia! ¡Que está costando años de pantano y lluvia!
—Otro que asistió a la escuela de diplomacia —murmuró Monser—. Apartaos de sus fauces —les dijo a los otros dos—. ¿Es que no entendéis que si escupe acabaremos todos asados a la brasa?
Pero el dragón no parecía tener intenciones de exterminarlos. Evidentemente, los dragones son terribles sólo cuando son jóvenes, y éste parecía viejísimo. Viejísimo, cansadísimo, desesperado. Empezó nuevamente a gemir y a lamentarse; algunas estalactitas temblaron peligrosamente. El perro comenzó a aullar tratando de consolarlo.
La mujer permaneció tranquila. Se acercó al dragón y se atrevió incluso a acariciarle una pata.
—No es nada, no es nada, ahora lo arreglamos todo. No tengas miedo. Pero debes explicárnoslo bien o no entenderemos nada. Explícanoslo todo desde el principio.
Los sollozos comenzaron a atenuarse. Las estalactitas dejaron de oscilar. El dragón gimoteó todavía un poco y luego comenzó su historia.



Capítulo 13
—Conocí este lugar hace mucho tiempo, cuando todavía era un niño —comenzó el dragón.
—Un cachorro —corrigió el cazador.
—Uno nacido hace poco —mejoró el pequeño.
—Era la época en que todavía tenía un nombre. Ya se me ha ido de la memoria, porque durante siglos y siglos nadie lo ha pronunciado. Yo vine hasta aquí porque en este lugar está el tesoro más preciado de toda la Tierra —continuó el dragón.
—¿De verdad? —preguntó Monser muy entusiasmado—. ¿Un tesoro? ¿Y dónde está?
—Todo lo que aquí nos rodea.
El cazador miró alrededor: solamente vio estalactitas y telarañas.
—¿Las arañas eran consideradas valiosas durante la segunda dinastía rúnica? —preguntó desilusionado.
—Observa —dijo el dragón. Infló sus mejillas y sopló suavemente. Siglos de polvo y de telarañas volaron dejando al descubierto millones de libros—. Ésta era la gran biblioteca de la segunda dinastía rúnica. Éste era el templo del saber, y aquí se estaba como se está en los templos, en silencio y sin escupir, con las manos limpias y el calzado sin polvo. Los dragones siempre estaban aquí para asegurarse de que nadie rompiera las reglas, y por eso fuera está el escrito que dice «Aquí están los dragones». Ésta era la más grande colección del conocimiento. Después, los hombres perdieron la escritura. Se les olvidó cómo leer. La barbarie sumergió al mundo. Incluso el recuerdo de este lugar se desvaneció. Muchos no creyeron nunca en su existencia, pero con mis alas finalmente lo encontré. Y cuando llegué, mi alegría fue inmensa. Todos los libros del mundo eran para mí. Aún las lágrimas mojan mis pestañas cuando lo recuerdo.
—Cuando sentí que la vejez llegaba y me arrebataba la fuerza de tal manera que ya mi fuego no encendía, mis alas ya no se abrían y ni siquiera recordaba mi nombre, entonces regresé a este lugar para tratar de sobrevivir.
«Estaba muy cansado, demasiado envejecido para volar.
«Todo lo que tenía para no sucumbir de hambre era un puñado de habas áureas en el fondo de mi alforja, que había recogido lejos, en los sitios donde la sol brillaba fuerte y la lluvia asaz caía, y para no morir de hambre sólo podía cultivar las habas, sin embargo éstas necesitaban más calor y más agua que la que había en la cima de esta montaña.
«Pero esta montaña es un volcán. Corrí la piedra y una agradable tibieza y un buen humo llegaron para calentar mis huesos y mis habas, así los huesos no duelen y las habas crecen asaz bien.
«Y de inmediato temí que todo ese humo que estaba subiendo a la cielo oscureciera la sol y enfriara la Tierra, pero era demasiado difícil cubrir el cráter y permanecer encerrado hasta morir de frío y de hambre, helado y sin nada para masticar.
—¡Pero por tu culpa hay hambre y miseria! —dijo el pequeño indignado, mientras el cazador trataba de quitarlo de delante de las narices del dragón.
El dragón comenzó a lamentarse otra vez. Fue una lamentación silenciosa y leve. Las estalactitas se quedaron inmóviles.
—¿Pero es que todos los seres con quienes nos topamos se pasan todo el tiempo llorando? —preguntó Monser.
—No, no todos —respondió la mujer alegremente—. Sólo los que no pasan el tiempo tratando de colgarnos.
—¿Puedes colocar nuevamente esa gran piedra en su lugar? —preguntó el pequeño con un tono firme, pero cortés.
—¿Y entonces me muero de frío, debilidad y hambre?
—No —dijo el pequeño valientemente, cada vez más firme, más tranquilo, más resuelto—, yo no te dejaré morir. Yo juro que estaré siempre contigo y te alimentaré. Calentaré este lugar quemando leña que recogeré en el bosque. Si no crecen más habas, sembraré mazorcas. Te alimentaré. Te calentaré. Lo juro por mi honor de elfo.
Se hizo un largo silencio. Yorshkrunsquarkljolnerstrink estaba calmado, serio. Casi parecía más alto.
El dragón habló primero.
—Viejo soy y asaz débil. Ya no sé volar, ya no sé abrasar. Nada puedo hacer si tú me engañas, sino morir congelado y con el vientre vacío.
Se tendió y puso su gran hocico en el suelo.
Cerró los ojos.
Se hizo un largo silencio.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink se acercó al dragón y le puso la mano en la frente; por debajo de las yemas de sus dedos pasaron grandes escamas rugosas. Un cansancio infinito. El pequeño lo sintió en su cabeza, a través de sus dedos. Un cansancio total, absoluto.
—Yo te protegeré de todo —dijo el pequeño—, pero ahora vuelve a poner las cosas en su lugar.
El dragón asintió. Puso su hocico en la parte central de la gran piedra y empujó con todas sus fuerzas.
El desplazamiento fue lento, un centímetro cada vez, pero antes de caer la tarde, el cráter estaba tapado.
El cazador y el pequeño también empujaron. La mujer doró las habas y las mazorcas. El aroma del calor y de la buena comida se esparció por doquier. El perro se había acomodado sobre un tapete de hojas de haba, suave como el terciopelo, y dormitaba tranquilo.
Yorsh comenzó a hablar de nuevo. Por primera vez en su vida se sentía fuerte, sabía qué hacer, para qué hacerlo y cómo hacerlo.
—Estaré contigo y te buscaré algo de comer —prometió el pequeño—. ¿Te gustan las mazorcas? Sí. Bueno. Tengo algunas en la bolsa. Mientras terminamos con las habas, iremos sembrando los granos de la mazorca y haremos un verdadero cultivo aquí enfrente. Crecen sin calor y sin humo. Y también leeremos. Ya verás, será divertido.
«Creo que éste es el círculo que debemos romper: el agua se convierte en vapor que se convierte en nube que se convierte en lluvia que se convierte en agua. Ahora el círculo se ha roto; yo estaré contigo y no te dejaré morir de hambre.
El dragón parecía encantado.
Asintió feliz.
Hizo que le mostraran las mazorcas y que le explicaran cómo se cultivaban. Luego lloró un poco, pero esta vez de alegría, y al final salió con el cuento más extraño de todo el día. Dijo que también el otro elfo, el alto, el que había pasado hacía mucho tiempo, le había dicho que cerrara el cráter, porque temía que ésa fuera la causa de la oscuridad y de la lluvia, y también él le había ofrecido su ayuda para alimentarlo. Pero después de algunos días, el elfo se había ido por cuenta propia, muy alegre, diciéndole que podía dejar abierto el cráter si quería, porque les iba bien a las habas. Mejor aún con el penacho encima, pues así su hijo podría encontrar el camino más fácilmente, ya que tarde o temprano él también tendría que pasar por allí para cumplir con su destino. Él, el pobre dragón, le había creído. Había reabierto el cráter y el humo caliente había regresado. Sin embargo, cuando ellos habían tocado a la puerta, toda esa historia se le había venido encima otra vez, el temor de ser acusado, todo..., y así...
El silencio que siguió fue terrible.
El único ruido era el meneo de la cola del perro, que, por la alegría de estar finalmente en un sitio caliente y sobre un tapete de hojas de haba, no paraba de agitarla contra una estalagmita, liberando nubes minúsculas de telarañas y polvo.
El pequeño elfo no podía ni respirar.
Su padre había estado allí.
Su padre había estado allí; había tenido la posibilidad de detener las tinieblas, de devolver al mundo la cantidad adecuada de lluvia y de sol, de detener la escasez y la miseria y no lo había hecho.
Era desastroso, horrendo, atroz, inimaginable, indecible, increíble...
—Espantoso —dijo la mujer.
—Espeluznante —confirmó el hombre.
El pequeño estaba experimentando uno de los sentimientos más infames del mundo: avergonzarse de los propios antepasados.
La cara se le descompuso.
Los ojos se le destiñeron, su alma se llenó de dolor y la magia se le ahogó adentro. No habría sido capaz ni de resucitar un mosquito.
—¿Por qué? —preguntó la mujer.
—Pues ¿cómo se hace para vender ollas del buen tiempo por tres monedas de oro cada una en un mundo donde brilla el sol? Los elfos siempre han tenido debilidad por los negocios, ¿no es así? —respondió el cazador. Una ira gélida le invadía la voz y el rostro. Iba y venía a grandes pasos como si estuviera midiendo la caverna. Le dio una patada al fuego, haciendo volar las mazorcas y las habas en todas las direcciones—. Años de miseria, años de escasez, de oscuridad, de desesperación por un dragón idiota y por un elfo que... que... —el cazador buscó en su cabeza un insulto lo bastante fuerte. Luego encontró el peor—, por un elfo que se comporta como elfo.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink emitió un ligero sollozo. Pero esta vez solamente el perro acudió a consolarlo.
—¿Hay alguna forma de salir de aquí? —le preguntó el hombre al dragón, en un tono a la vez seco y cansado—. Es decir, sin matarse en la cascada, y transitable para la gente que no tiene alas —agregó.
Sí lo había. Al fin y al cabo, la gente de la segunda dinastía rúnica que venía de todas partes a consultar los volúmenes después de haberse lavado las manos, desempolvado el calzado y comprometido, jurando por su honor, a no escupir en el suelo y menos sobre los pergaminos, tenía que pasar por algún lado. Había un camino antiguo que nadie conocía y que no aparecía en ningún mapa. Partía del extremo del claro, serpenteaba por las Montañas Oscuras sobre la vertiente meridional, alejándose del río y de la cascada, para luego perderse en el corazón del bosque, al norte de las Montañas Oscuras.
Cuando salieron ya había caído la noche; sin embargo, a causa de las luminosísimas estrellas y la brillantísima luna, era una noche tan clara que decidieron seguir caminando.
El camino comenzaba exactamente en el lado opuesto al sitio por donde habían llegado. No se veía porque estaba escondido entre los cedros y porque estaba invadido parcialmente por matorrales de pequeñas margaritas; a pesar de esto, aún era reconocible porque conservaba parte del antiguo empedrado.
Las losas de piedra eran pequeñas y hexagonales, y encajaban unas en otras como las celdas de las abejas en las colmenas. Escondidas detrás de las margaritas había unas pequeñas columnas, que, en tiempos pasados, seguramente sostenían el pasamanos para ayudar en el ascenso y el descenso. Dé vez en cuando, el camino se abría en pequeñas terrazas, de modo que era posible interrumpir la marcha y descansar un poco. Mientras descendían, los cedros fueron reemplazados por los alerces y luego por enormes castaños y algunos robles.
La noche era tan clara que, incluso a esa hora, Sajra se detuvo a recoger castañas. Las metía en su alforja, una a una, tratando de no hacerse daño en las manos con las espinas. Recogió docenas de ellas, y, a pesar de su precaución, se le llenaron las manos de espinas, así que se echó a llorar.
—¡Bah, eso es preferible a ser colgada! —refunfuñó el cazador.
El llanto duró muy poco. Sajra se levantó, se volvió y se puso en marcha hacia la subida.
—Voy con el pequeño —dijo resuelta. Dulce, tranquila, pero resuelta. Con el tono de quien no se va a echar atrás—. No fue culpa suya —continuó—, él no ha hecho nada en absoluto. Es más, está sacrificando su vida por el dragón para que el sol pueda volver a brillar. Está salvando al mundo. ¡Y ni siquiera se lo hemos agradecido! Bueno, a lo mejor su padre fue un desalmado, ¿y si así fuera? Esto no implica que el pequeño también lo sea. Y además, tampoco su padre fue la causa de la época del barro. Simplemente no la evitó. Es diferente. No quiso sacrificar su vida para estar con el dragón y salvar el clima. Quizá no pudo. Quizá estaba enfermo. Quizá había otras cosas que debía hacer. Regresar con su hijo, ¿quizá tratar de advertirle de algo? ¿Qué sabemos nosotros de todo esto? Pero ¿cómo nos atrevemos a juzgarlo? Todo el mundo siempre culpa a los elfos por todo, y a nosotros nos ha parecido bien unirnos al coro. Y en todo caso, él no causó la oscuridad. Sólo se limitó a no salvarnos...
El cazador la seguía silencioso. A intervalos emitía un gruñido de desaprobación, pero no sólo no disminuyó el paso, sino que incluso lo aceleró cuanto pudo, a pesar de lo cansadas que tenía las piernas. Ya habían llegado de nuevo a los cedros cuando la luna se ocultó; aparecieron las nubes, cubrieron las estrellas y la oscuridad fue total. El ascenso se volvió imposible. Los dos se recostaron el uno contra el otro, junto al perro, en una de las terrazas donde los antiguos viajeros solían descansar, y así transcurrió el resto de la noche.
Se levantaron con las primeras luces del alba y se precipitaron hacia la cumbre, acosados por la angustia de quien ha cometido una injusticia, la urgencia de quien no ha controlado la rabia y debe remediarlo deprisa porque le ha hecho daño a un pequeño, a un niño, a uno nacido hace poco.
Cuando finalmente llegaron a la biblioteca, el sol brillaba con todo su esplendor y la cascada resplandecía a lo lejos con todos los colores del arco iris. El portal estaba abierto; el dragón dormía bajo la luz dorada de su morada. La biblioteca estaba cuidadosamente desempolvada; todos los pergaminos relucían ordenados y limpios.
El pequeño elfo estaba sentado en una de las habitaciones interiores. Se hallaba rodeado de pergaminos recubiertos con inconfundibles caracteres élficos plateados donde había extraños dibujos de esferas y circunferencias. Estaba feliz como un aguilucho que acaba de aprender a volar, en medio de una serie de pelotas que giraban en círculos desiguales, oblicuos y alargados, alrededor de una pelota central que a su vez giraba sobre sí misma.
—Me lo escribió mi padre —dijo el pequeño, feliz, mostrando los escritos y los dibujos—. ¡Esto, en cambio, lo he hecho yo! —añadió, mostrando eufórico todas las pelotas que rotaban suspendidas en el aire—. He usado una vieja piel del dragón para fabricar los globos... ¿Sabéis?, mudan de piel como las serpientes... Y ahora estoy simulando que son los planetas. Si se trata de cosas pequeñas y que giran sobre sí mismas, logro hacer que se queden en el aire, aun en contra de la gravedad.
Siguió con una larga e incomprensible explicación.
En las habitaciones laterales había muchísimos pergaminos acerca de los movimientos de las estrellas. El dragón, sin embargo, nunca los había tocado. Dadas las dimensiones de las aberturas entre una sala y otra, todo aquello que no estaba en la habitación central era tan inalcanzable para él como el aire libre del exterior. El dragón no había podido estudiar jamás los movimientos astrales, pero el padre del pequeño elfo, «El que encuentra el camino y se lo muestra a los demás», Gornonbenmayerguld, sí lo había hecho y lo había comprendido. ¡Le había dejado explicaciones tan claras que él, Yorsh, había podido entenderlo todo en el transcurso de una sola noche!
La conclusión era que la variación del clima había sucedido sin ninguna razón, no era culpa de nadie, y estaba desapareciendo porque había llegado el momento de que todo regresara a la normalidad, sin la ayuda de nadie. El volcán no tenía nada que ver. ¡Su penachito de humo blanco no era tan poderoso como para transformar la región en una tierra pantanosa! El pequeño elfo usó un gran número de palabras sin sentido: meteoritos, variaciones del eje terrestre; mencionó de nuevo la ley de la gravedad, aunque allí no había nada que cayera hacia abajo y tampoco nadie que fuera a ser colgado.
La esencia de toda la historia era que los años de lluvia y pantano habían aparecido por casualidad, debido a una enorme roca que había pasado por el cielo, donde nadie podía verla, y ahora estaban desapareciendo porque la roca se estaba alejando y eso volvía a situar una cosa llamada «inclinación del eje de la Tierra» en una posición que hace que el clima sea óptimo. O por lo menos no demasiado malo. En pocas palabras: el de costumbre. Un poco de sol, un poco de lluvia, de vez en cuando un día hermoso con una brisa leve para elevar cometas o sembrar el trigo.
El cazador y la mujer no entendieron mucho. No lo interrumpieron ni siquiera para preguntar qué era un planeta y si «globo» quería decir lo mismo que «pelota». El pequeño también llegó a decir que la Tierra era redonda y que el Sol no giraba alrededor de ella, sino lo contrario. De todas las cosas estúpidas que le habían oído decir, ésa era realmente la más estúpida; bastaba con abrir los ojos y mirar alrededor para darse cuenta, pero los dos humanos, por cortesía, decidieron no darle importancia y no hacer comentarios.
De hecho, tuvieron que reconocer que durante las dos últimas lunas, por primera vez, el tiempo había comenzado a mejorar. El azul, el sol, las estrellas habían aparecido nuevamente. Pedazos de atardeceres. Algunos fragmentos de amaneceres se habían abierto paso a través de nubes y aguaceros después de muchos años.
Lo que les pareció más claro que la explicación astronómica, fue la explicación lingüística. La lengua de la segunda dinastía rúnica es extremadamente precisa. La profecía decía:
quando el último dragón y el último elfo rompan el círculo,
El pasado y el futuro se encontrarán,
El sol de un nuevo verano brillará en el cielo.
Quando, no «cuando». En la segunda dinastía rúnica «quando» significaba «al mismo tiempo», «simultáneamente». «Cuando», en cambio, implica causalidad: «como consecuencia de». Estas cosas simplemente sucederían en un mismo período de tiempo. No como consecuencia de algo. Y el círculo que el pequeño y el dragón tenían que romper no era el ciclo agua-vapor-nube-lluvia-agua, sino otro: el círculo del horizonte que se cierra en torno a ti y te aísla. El círculo de la soledad. El pequeño elfo debía encontrar al último dragón para unir el pasado y el futuro; para recuperar los conocimientos del pasado glorioso de los hombres, cuando la ciencia y el saber llenaban la vida, y rescatarlos para el futuro. Era todo tan claro..., tan bonito..., y su padre lo había entendido todo y le había dejado un rastro para seguir, como una estela de piedrecillas que brillan bajo la luna...
—¿Y la olla del buen clima? —preguntó el cazador.
—Es una olla normal para ahumar. Las lluvias tenían que comenzar a ceder en las tierras más cercanas a las Montañas Oscuras porque están protegidas de los vientos que vienen del oeste. Mi padre ya lo había previsto.
—Vender una olla de ahumar por tres monedas de oro se llama «estafa» en lenguaje humano —comentó secamente el hombre, que por un pelo esquivó una patada en la espinilla, y luego se sentó cómodamente sobre una silla tallada en la roca.
—En lengua élfica, se llama «genio» —replicó el elfo muy alegre—, no sólo porque con ella mi padre me señaló el camino para llegar hasta aquí, sino también porque al vendérsela por un precio elevado, les devolvió la concordia. Ellos, los habitantes del poblado, convencidos de la existencia de una magia superior que, más que el buen clima, traía la paz, dejaron de matarse entre sí, y esto vale mucho más que un poco de oro. La regla clave del comercio es que cuando pagas caro por algo que no tiene precio, de todas maneras has hecho un buen negocio. ¡Creo que el jefe del poblado también lo entendió así!
Se hizo un largo silencio. Luego el hombre se echó a reír. Fue una risa liberadora. La mujer se puso a llorar y le dio un largo abrazo al pequeño, estrechándolo fuerte, para poderlo recordar después.
—Quizá nos encontraremos otra vez —deseó con todo el corazón el pequeño. Quizá se los volvería a encontrar muchas veces más, pero ahora debían separarse. Ellos debían vivir su propia vida, que estaba hecha de cultivos, prados, patos de crianza y quizá hijos; ciertamente, no de libros y habas doradas. Él había jurado que se quedaría con el dragón. La tristeza lo embargó y las esferas que rotaban por el aire rodaron suavemente por el suelo. El perro se fue tras una de ellas.
—Tarde o temprano sucederá —dijo la mujer.
Permanecieron abrazados un largo rato, mientras el sol subía cada vez más alto y la biblioteca estaba cada vez más inundada por la luz dorada. Las habas centelleaban como joyas en medio de los antiguos estantes.
—Quisiera darle un nombre al perro —dijo Yorshkrunsquarkljolnerstrink.
Sajra lo estrechó aún más fuerte.
—Pues claro.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink estaba emocionado. Infló el pecho orgulloso.
—Fido —dijo triunfante.
—¿Fido? —preguntó el cazador—. ¡Fido! Los perros se llaman Cola o Mancha o Pata o simplemente Perro. Fido es un nombre ridículo para un perro, es descabellado. Será por consiguiente el primero y el último perro que se llama... —No tuvo tiempo de terminar. La acostumbrada patada en la espinilla le cortó la voz.
—Es un nombre muy bonito —dijo Sajra—, le quedará muy bien.
Permanecieron abrazados todavía un poco más y luego todavía otro poco, y luego todavía un poco más.
Después se separaron. Se miraron por última vez y se despidieron para siempre. Entre tanto, también el dragón se había despertado. Bostezó una media docena de veces después de que le informaran de que podía reabrir su volcán y calentar su vieja y adolorida osamenta en medio de las habas doradas durante todo el tiempo que quisiera. La alegría fue tal que el viejo dragón meneó la cola, y derribó tres estalagmitas y un pedazo de repisa. La alegría, como una cuchara de palo en la sopa, también le removió la memoria un poco y algo afloró. No su nombre, porque ése estaba ya perdido para siempre. Recordó que debajo del portal grande había un cofre con cosas que se parecían a las habas, pero que partían los dientes cuando uno trataba de comérselas. ¿Cómo se llamaban? Sí, en definitiva, aquella cosa que servía para hacer los cetros y las coronas: las monedas importantes, ¿habían entendido, cierto? Poca cosa, un centenar de monedas. ¿Ellos sabían para qué se usaban? Bueno, entonces podían hacerle el favor de quitárselas de los pies, porque allí le estorbaban.
Mientras bajaban por el larguísimo camino seguidos por el perro, el cazador le dio la mano a Sajra frecuentemente para ayudarla en los tramos más difíciles. Después siguió sosteniendo su mano, incluso cuando no había más deslizamientos ni obstáculos. Ella no la retiró. El perro los siguió, contento.
—Si quieres, con las monedas de oro que nos dio el dragón podemos comprarnos un pedazo de tierra y vivir felices —dijo el hombre.
La mujer no respondió.
—Con un viñedo, un poco de trigo, algunas mazorcas —añadió él.
La mujer se detuvo.
—Algunas gallinas —propuso.
El hombre sonrió feliz y le apretó la mano.
Continuaron en silencio.
Habían llegado casi al final del descenso cuando el hombre habló de nuevo.
—Sabes, esta mañana, cuando la primera luz llegó y te iluminó, pues, bueno..., yo... quería decirte... pedirte..., bueno..., y que yo... tú..., es decir, ehhmmmm, nosotros... nosotros podríamos, yo pensaba... Recuerdas lo hermoso que es el cielo cuando se vuelve rosado al amanecer, quiero decir, si tenemos una niña podríamos llamarla Rosalba.
Ni siquiera entonces la mujer retiró su mano.
—Es un nombre muy bonito —aprobó con una sonrisa un poco tímida. Luego se quedó pensando—: Si «tuviéramos» una niña podríamos llamarla Rosalba —corrigió.
Esquivó a tiempo una patada en la espinilla.
Se echó a reír.
Luego se abrazaron. Y se quedaron un buen rato uno en brazos del otro, sintiendo la tibieza del cuerpo del otro y el cabello del otro sobre el rostro.
Permanecieron abrazados durante mucho tiempo bajo el sol que los iluminaba, pues desde el primer momento en que se habían visto habían querido hacerlo.