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domingo, 16 de marzo de 2008

EL CERRO DE LOS ELFOS --Hans Christian Andersen

Hans Christian Andersen
EL CERRO DE LOS ELFOS


Varios lagartos gordos corrían con pie ligero por las grietas de un viejo árbol; se
entendían perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteña.

- ¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que
no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco
entonces puedo dormir.

- Algo pasa allí adentro -observó otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada,
sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas
han aprendido nuevas danzas. ¡Algo se prepara!

- Sí -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venía de
la colina, en la cual había estado removiendo la tierra día y noche. Oyó muchas cosas.

Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en esto se pinta sola. Resulta que en
el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiénes son éstos, la lombriz se
negó a decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que
organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay
en el cerro - y no es poco - lo pulen y exponen a la luz de la luna.

- ¿Quiénes podrán ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ¿Qué diablos debe
suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar!

En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada,
aunque por lo demás muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el
ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia
real y llevaba en la frente un corazón de ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!: trip,
trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del
chotacabras.

- Están ustedes invitados a la colina esta noche -dijo-. Pero quisiera pedirles un gran
favor, si no fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir la invitación a los demás?

Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres,
magos de distinción; por eso hoy comparecerá el anciano rey de los elfos.

- ¿A quién hay que invitar? -preguntó el chotacabras.

- Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen
durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra
primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirán personajes de la
más alta categoría. Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que los fantasmas
fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les
guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizás
algo aún mejor; supongo que así no tendrán inconveniente en asistir, siquiera por esta
vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categoría, con cola, el
Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la
Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al
elemento clerical y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo demás, están
emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.

- ¡Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo.

Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de
niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro
de la colina, el gran salón había sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz
de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de
tulipán. En la colina había, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol
rellenas de dedos de niño y ensaladas de semillas de seta y húmedos hocicos de ratón
con cicuta, cerveza de la destilería de la bruja del pantano, amén de fosforescente vino
de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres
figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.

El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase
pizarrín de primera); y no se crea que le es fácil a un rey de los elfos procurarse pizarrín
de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de
serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto.

- Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces
yo habré cumplido con mi tarea -dijo la vieja señorita.

- ¡Dulce padre mío! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, ¿no podría saber quiénes
son los ilustres forasteros?

- Bueno -respondió el Rey, tendré que decírtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para
el matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El anciano duende de allá en Noruega,
el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato
y una mina de oro mucho más rica de lo que creen por ahí, viene con sus dos hijos, que
viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable,
pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un día en que
brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquí en busca de mujer. Ella murió;
era hija del rey de los Peñascos gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso, como
suele decirse. ¡Ah, y qué ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los
chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizás exageran. Tiempo tendrán
de sentar la cabeza. A ver si sabéis portaros con ellos en forma conveniente.

- ¿Y cuándo llegan? -preguntó una de las hijas.

- Eso depende del tiempo que haga -respondió el Rey. Viajan en plan económico.

Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habría querido que fuesen por Suecia,
pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se
lo perdono.

En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos más rápido que su compañero;
por eso llegó antes.

- ¡Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.

- ¡Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el Rey.

Las hijas, levantándose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende
de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de
su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello
descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho.

- ¿Esto es una colina? -preguntó el menor, señalando el cerro de los elfos-. En Noruega
lo llamaríamos un agujero.

- ¡Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba.

¿No tenéis ojos en la cabeza?

Lo único que les causaba asombro, dijeron, era que comprendían la lengua de los otros
sin dificultad.

- ¡Es para creer que os falta algún tornillo! -refunfuñó el viejo. Entraron luego en la
mansión de los elfos, donde se había reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de
manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para
todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa
sobre grandes patines acuáticos, y afirmaban que se sentían como en su casa. En la
mesa todos observaron la máxima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los
cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos
todo les estaba bien.

- ¡Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a
regañadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piñas de abeto que
llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar más cómodos y se las
dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.